Un hada en el bolsillo

Mientras le cae la nieve sobre los hombros, mira el estado en el que ha quedado el coche y se lleva las manos a la cabeza. ¿En qué iba pensando, en la reunión, en el acuerdo que no ha podido cerrar? No puede creer que se haya estampado contra un camión, aún no sabe por dónde le ha venido, y no deja de torturarse al pensar que no debería estar ahí sentado, en el borde de una cuneta, con las luces de la ciudad al fondo, tan difusa y viva como una pintura impresionista, sino en la obra de teatro de sus hijas a las que esa misma mañana observaba mientras desayunaban en la mesa de la cocina unos cereales de estrellitas y él, angustiado, con una taza de café en la mano, miraba el dibujo que la pequeña Martina recortaba con unas tijeras. ¿Cómo iba a decirle a Susana que no llegaría a tiempo para la obra de teatro, si le había prometido que se tomaría el día libre, para estar juntos, y que la ayudaría con todo el trajín? Ojalá pudiera dividirse, estar a la vez en dos planos de la realidad. ¿Pero qué podía hacer? Ella, como si lo intuyera, le negaba el rostro a la vez que estrujaba una naranja contra el exprimidor. Lo que iba a decirle aún acentuaría más su semblante serio y distante, que no denotaba resentimiento, pero sí decepción y también soledad. Las niñas, como si captasen la tensión o el disgusto, apenas los miraban; especialmente Claudia, que muy obediente comía los cereales y no dudaba en ocuparse de Martina, pues la pequeña seguía distraída con el dibujo que no terminaba de recortar.

— ¿Te esperamos para comer? —le ha preguntado Susana, aún con la naranja en la mano.

— No, no me esperéis— ha contestado él de forma automática, con un suspiro de lamentación al final. Susana se ha vuelto entonces, con brusquedad.

— Intentaré llegar para la función, pero… no te lo aseguro.

Lo peor no ha sido el gesto de ella, agrio y rígido —había algo de rabia contenida en la mirada y mucha frustración—; lo peor han sido los ojitos de Claudia, al comprender que papá no vendría a la función y que mamá tendría la cara triste y enfadada. Martina ha seguido entretenida con el dibujo, —al que hablaba como si en verdad la escuchara, por cómo le sonreía y le inventaba un largo discurso que algún sentido habría de tener en su mente infantil e ingenua—, mientras le ofrecía los cereales: venga, cómete unos poquitos, le decía al hada de papel y de vivos colores que sostenía en la mano.

— Lo siento, se nos ha complicado todo a última hora, los chinos han pospuesto la reunión para la tarde y depende de ellos que salvemos el presupuesto del año que viene, si no todo se irá al traste. Ya sé que te dije que me tomaría el día libre y estaría con vosotras, ¿qué piensas, que a mí no me fastidia? —ha dejado entonces la tostada en el plato, a la que sólo le había dado dos mordiscos, para apurar la taza de café, ya templado, de un trago, y luego se ha lamentado encogiéndose de hombros.

— ¿Papá, no vas a venir a ver cómo soy un hada? —le ha preguntado Martina.

— Hoy papá tiene mucho trabajo, pero si todo le sale bien, vendrá prontito para ver actuar a su princesa.

— ¡Pero yo no soy una princesa! ¡Soy un hada!

— Claro, mi amor, un hada.

Ya en la puerta, antes de salir, Susana le ha dado un beso en los labios, con los ojos vidriosos, mientras le corregía la corbata, torcida hacia la izquierda. En el último instante, cuando estaba a punto de irse, ha llegado Martina y le ha saltado a los brazos para que la aupara como a ella le gusta. La pequeña, entusiasmada, le ha clavado la rodilla en el costado izquierdo, apenas un golpe, pero que por un instante lo ha dejado sin respiración.

— ¡Papi, papi! Te regalo mi hada, si quieres le puedes pedir un deseo —Martina lo ha besado en la mejilla y le ha metido el dibujo en el bolsillo de la americana.

Trataba de recuperar el aliento cuando le ha sonado el teléfono. Ha dejado la niña en el suelo y ha visto enseguida que era de la oficina.

Se ha marchado con pesadumbre y desánimo, para afrontar la jornada que finalmente ha acabado tan desastrosamente, con el acuerdo sin cerrar, sentado en esa cuneta de la que al final se levanta —no ha tenido fuerzas aún para acercarse al coche, de repente teñido por todas esas luces anaranjadas y azules— al tiempo que piensa en Claudia y en Martina, seguramente en ese instante estarán saliendo al escenario. Se acerca al vehículo que ha quedado totalmente destrozado, mientras hace crujir la nieve bajo los pies, cada vez más cuajada. No siente frío, ni calor y por un momento se extraña de que no le duela nada, de que no tenga un solo rasguño. Le alivia ver que ha salido indemne del coche —empotrado contra el camión, atravesado en la carretera—, a la vez que varios policías van tomando medidas. Pero lo que más le intranquiliza es que quieran sacar a alguien de dentro. ¿Con quién iba? Se acerca un poco más y poco a poco la visión lo desconcierta. Ha sido en ese instante cuando, ya sin remedio, se ha visto a sí mismo dentro del vehículo, con un fuerte golpe en la cabeza. ¿Cómo es posible? Finalmente, han conseguido sacar el cuerpo, que han tendido sobre una camilla, y lo han tapado con una sábana de oro. Le ha sobrevenido entonces un fuerte dolor en el pecho, a la altura del corazón, que lo ha dejado sin respiración un instante y se ha llevado la mano hasta él, para palparse. Ha encontrado entonces el dibujo que le ha regalado su hija y no ha tardado en sostenerlo con las temblorosas manos, cegado por los colores tan refulgentes al cobrar vida, esta vez de verdad, o eso ha creído mientras contemplaba hipnotizado el diminuto ser que danzaba a su alrededor. Sin dudarlo, le ha pedido un deseo tan nítido como este cielo estrellado del que cae, sin saber de dónde, la nieve.

No había terminado aún de expresarlo cuando se ha visto de nuevo con Martina entre los brazos, frente a la puerta de casa antes de salir esa misma mañana, mientras le decía:

— Te regalo mi hada, si quieres le puedes pedir un deseo.

Ha sido en ese instante cuando le ha sonado el teléfono y ha visto enseguida que era de la oficina. Susana ha sonreído cuando le ha dicho que se había cancelado la reunión con los chinos, de los que ni siquiera se ha acordado en todo el día y mucho menos cuando ve a sus dos pequeñas, risueñas y felices, sobre el escenario.  


Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *