María abrió la ventana, se dejó cegar por el radiante sol y pensó que era el día más feliz de su vida. René cenaría por primera vez en casa, lo presentaría a sus padres, todo iría genial. De un salto se plantó en el suelo, se calzó las zapatillas y se dispuso a hacer todo lo que tenía pensado: ducharse, ir a la peluquería, depilarse, comprarse una blusa y unos zapatos nuevos, también le compraría un libro a René y, lo más importante, compraría los ingredientes para el pastel que hornearía como postre; no debía olvidar las vainas de vainilla y el azúcar glas. ¿Que qué más? Pues un perfume para su madre y una caja de puros habanos para su padre. Sabía que se sentiría orgulloso de ella ¿O no, papá? ¿No te alegrarás de ver que tu hija, tu pequeña, como tú dices, se te ha hecho mayor? No cabía en sí de felicidad y ardía en deseos por compartirla acompañada de regalos. ¡Ah, sí! Y una botella del mejor vino. Papá estaría contento y mamá también. Se sintió satisfecha después de haber repasado mentalmente las tareas a las que se encomendaría. Terminó de desayunar, se pasó la servilleta por los labios, dejó la taza en el fregadero y miró el reloj. ¡Uy, qué tarde es! Se marchaba a toda prisa cuando su madre le preguntó: ¿A dónde vas, cielo? No le había dado tiempo a contestar cuando ésta volvió a preguntar: ¿Podrías ayudarme a tender la ropa? Es que, mamá… Anda, será sólo un momento. La mirada de la madre bastó para que se resignara; María bajó los brazos, suspiró y, sin más dilación, cogió el barreño con la ropa mojada y se dijo que cuanto antes la tendiera, antes saldría de casa.
Cumplida la tarea, María bajó a la carrera hasta la marquesina del autobús y se maldijo porque éste se le escapara por escasos segundos. ¡Bufff! Miró nuevamente el reloj, bueno, sólo serán unos minutos de retraso. Cogió el siguiente y, tras un buen rodeo (¿por qué tienen que estar estas calles cortadas?) llegó a la parada en la que debía bajarse. Quiso bajar a toda velocidad, pero se lo impedía una anciana que casi se cae con las bolsas de la compra. Se compadeció de la señora. Yo la ayudo, no se preocupe. Ay, gracias, niña, qué buena eres. La sonrisa de la anciana era de plena gratitud. ¿Vive usted muy lejos?, le preguntó mientras se arrepentía antes de terminar. Ay, qué amable eres, hija. No, justo ahí en frente, si me hicieras el favor. Y, nuevamente, como si no pudiera decir que no, le cogió las bolsas y la ayudó a subir la compra. Te haré un chocolate caliente, por lo bien que te has portado. No, no, no se preocupe, tengo prisa, se disculpó, y se marchó con cierta aprensión por dejar a la abuela con una sonrisa agria en la cara.
Cuando llegó a la peluquería ya se le había pasado el turno, pero no te preocupes, te cojo en seguida, le dijo la peluquera, en cuanto acabe con esta señora; y, sin más remedio, se dispuso a esperar. Le vibró el teléfono en el bolsillo. ¿Sería René? Con decepción vio que era su madre. Cariño, ya que has ido al centro, ¿podrías pasar por el tinte y recogerme el abrigo? Volvió a suspirar. Claro mamá, no te preocupes. Era más de medio día cuando salió de la peluquería y aún le quedaba mucho por hacer. Para ganar tiempo, y aunque tuviera que ir cargada, pensó que lo mejor sería comprar el vino y pasar por el tinte antes de visitar la librería. En la vinoteca estuvo un buen rato sin decidir qué vino comprar, ella no entendía de vinos, le parecían todos repelentes y al mismo tiempo sentía fascinación por el modo en que los disfrutaba su padre. Para una ocasión así, quiero el mejor, ¿pero cuál? Se dejó asesorar por un hombre de amplio mostacho y prominente panza y tuvo la sensación de que, presa de la indecisión, al final le había endosado el más caro. ¿Pero cómo podía ser? Entre el tinte y el vino se había dejado más de la mitad del presupuesto. Una vez en la librería, decepcionada por su pésima gestión, cayó en la cuenta de que el libro que quería para René era muy caro y, si lo compraba, no le alcanzaría para el perfume de mamá. Desde luego, había descartado ya los zapatos y la blusa. Pero tampoco quería comprar cualquier libro, sino estar segura de que René disfrutaría plenamente con él. Sin estar muy convencida, compró el que le recomendó el librero, este seguro que le gustará, es muy bueno.
Al regresar a casa ya se le había desinflado el entusiasmo vital con el que se había despertado. Se tuvo que conformar con vainilla en polvo para el pastel y olvidó comprar el azúcar glas. Un aire de derrota parecía aplastarla contra el suelo. Dejó las bolsas encima de su cama, abrió el armario para ver qué se pondría y, sin saber por qué, se puso a llorar. Así estuvo unos minutos, hasta que se estiró en la cama, desconsolada por el llanto, y, sin que tuviera conciencia de ello, se quedó dormida.
Venga, despierta ya, ¿no? ¡Que te vas a tirar toda la tarde durmiendo! Despertó, sin tener muy claro cuánto rato había dormido. Frente a ella, a los pies de la cama, un hada, o lo que fuera, se comía una manzana, o lo que fuera. ¿Era Alaska en miniatura? Venga, niña, ponte las pilas que se te va a hacer tarde. El hada, o lo que fuera, hablaba con la boca llena, e incluso eructaba de satisfacción. ¿Qué, contenta por lo bien que has priorizado? Parecía desafiarla. Ay, señor, señor. Si no fuera por nosotras. Te he envuelto con papel de regalo el perfume, el libro y los puros. El vino lo he sacado de la nevera, que frío, el tinto, no vale para nada; y el pastel ha quedado de cuento, no está bien que yo lo diga, peeeeero, es así. Volvió a eructar. Así que mira a ver si te gusta la blusa, un poco recatada para mi gusto, y los zapatos, y date prisa, que René está al caer. Miró hacia la blusa y los zapatos, ¿de dónde habían salido? No entendía nada. Cogió la blusa y la blandió para apreciarla mejor. En ese lapso, el hada, o lo que fuera, había desaparecido. Su madre abrió entonces la puerta y con una sonrisa indulgente le dijo: ¿ya te has despertado? Mejor. Al verla con la blusa en la mano le preguntó: ¿Te gusta? María no contestó. Anda, arréglate, que al final se nos hará tarde.

Deja una respuesta