A Ricardo le debía muchas cosas, no en balde habíamos compartido la vida hasta los veinte años, los que más cuentan y definen a cualquiera, vecinos desde niños, amigos, confidentes. Como hermanos, vaya; y dado que no se puede entender una relación entre hermanos sin cierta rivalidad, también tuvimos nuestras disputas: por ver quién era mejor al fútbol, por qué coche tenía más potencia, si un Sierra Costhworth o un BMW 325, por si estaba más buena Sabrina que Samantha Fox, o por si España no era una nación y Cataluña algún día sería independiente. Y como no podía ser de otra manera, un día nos cogimos a bofetada limpia porque Mari Carmen, una madrileña de piernas infinitas y sonrisa pícara, acabó enrollada conmigo aquel verano en el que los dos la pretendíamos.
En el instituto fue cuando más nos distanciamos, o me distancié —él siempre me lo reprochó— y cada uno tiró por un lado hasta que él, harto de suspensos y mi abandono, se alistó voluntario en la aviación y me pareció que aquella experiencia nos alejaba aún más, aunque nos fuéramos de farra cada vez que venía de permiso y ya no peleáramos por cualquier chorrada. De alguna forma, se había creado un campo magnético desde el que podíamos mantener la amistad a cierta distancia, pero nos repelía a poco que nos acercábamos. Dejamos de frecuentarnos después de la final de Wembley —ese título aún lo celebramos juntos con una borrachera inolvidable—, y no volvimos a tratarnos hasta la final de París, en Sant Denís; para entonces él ya se había hecho del Madrid y comisario de policía. Nada que ver con mi labor como trabajador social en Cruz Roja. Durante todo ese tiempo, estuvimos uno al corriente del otro; nos llamábamos por los cumpleaños y nos felicitábamos las fiestas. ¿Cómo estáis? Bien. ¿Y Laura y los niños? Bien. Poco más.
No sé por qué carajo no dejamos las cosas como estaban y tuvimos que retomar nuestra amistad, tras aceptar su propuesta de salir los domingos con la bici. Él estaba fuerte, hacía ejercicio, y aunque al principio parecía apiadarse de mí —se ponía delante para que le fuera a rebufo y me costara menos ascender—, a medida que cogí cierta forma, regresaron las tensiones y volvió a establecerse entre nosotros una rivalidad adolescente, impropia de personas adultas. Él tiraba más en las subidas, pero era temeroso en las bajadas, tocaba demasiado el freno, fruto de la inseguridad, circunstancia que yo aprovechaba para pasarlo como una exhalación. Durante el posterior almuerzo de rigor —callos unas veces, butifarra con alubias otras—, se mostraba tenso, distante, hablaba poco. Luego volvíamos a casa con una sensación vaga, desazonadora. Pero por alguna extraña razón —quizá los callos tenían la culpa— volvíamos a quedar una semana tras otra y repetíamos el ritual con idéntico resultado. Fue justo durante una de estas salidas, que él descubrió mi punto débil.
No me lo cuentes, le dije. ¡No me lo cuentes, coño! Me sorprendió que él también estuviera viendo Breaking Bad, no era amante de las series, es cierto que siempre le había gustado el género bélico, pero más allá de eso, parecía indiferente ante cualquier historia de ficción. Quizá fue Laura quien lo aficionó; el caso es que cuando supo que estaba viéndola no había semana que no aprovechara para anticiparme el final del capítulo o los giros que yo esperaba ansiosamente. Al principio le reía más o menos la gracia, él parecía regocijarse por completo con la expresión de mi cara. No me quedó más remedio que hacerme con una versión pirata y ver los capítulos antes de que él me los destripara. Eso me funcionó durante un tiempo, porque luego volvió a la carga, cuando se enteró de que estaba enganchado a Juego de Tronos. No perdía ocasión para soltarme el spoiler cuando menos lo esperaba: durante una recta mesetaria después de una subida, en la que descansábamos las piernas, en el carajillo tras el almuerzo o mientras descargábamos la vejiga junto al desfiladero, bien cerca del precipicio. A Ricardo le gustaba aproximarse al filo, sacársela y apuntar hacia el vacío.
Supongo que le habría perdonado cualquier cosa, cualquiera, pero no esto. Él estaba acabando de sacudírsela. Era una mañana soleada de finales de abril, de esas en las que la vida parece renacer en todas partes; y ahí estábamos los dos, con las bicicletas a la espalda, exhaustos por el esfuerzo —el sol en lo alto, amparados por un cielo de cegadora nitidez, maquillado por jirones de algodón—, envueltos por el canto adormecedor de los pajarillos y acuciados por el rugir ansioso de las vísceras que anticipaban ya, a aquella hora, los callos a la madrileña que nos íbamos a meter en cuanto llegáramos al pueblo. Posiblemente porque yo había bajado la guardia —él llevaba semanas sin estropearme los capítulos—, no esperaba su comentario: John Nieve es hijo de Lyana Stark y un Targaryen. Podría decir que ni se me había pasado por la cabeza. Pero no es verdad. Había fantaseado en ocasiones con que Ricardo se salía en una curva, se estampaba contra una roca punzante o se partía en dos contra un guardaraíl. Me bastó un leve empujón cuando aún se la sacudía para desprenderse de la última gota, riéndose a carcajadas, sabedor de cuánto daño me había hecho. Oí el grito decreciente hasta el impacto final. Me quedé un momento inerte, como si no fuera verdad lo que sí había hecho. Luego, con la tranquilidad que le da a uno saberse a salvo de cualquier contacto humano, arrojé su bicicleta por el precipicio. Alrededor no vi nada más que árboles, no oí nada más que el canto de los pájaros.
Después, en el restaurante, cuando le pregunté al camarero por él —ya se había acostumbrado a nuestra presencia juntos—, se encogió de hombros y me miró con desconcierto.
—Hoy ha empezado a tirar con fuerza y me ha dicho que aquí me esperaría. ¿No ha ha pasado por aquí?

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