Escribir, ese acto supremo de soledad y resistencia se encuentra hoy asediado por una era de ruido, de urgencia, de inmediatez y de claudicación. Si alguna vez la literatura fue la fragua donde se templaban las ideas, el espejo donde el hombre se miraba con arrobo o con espanto, hoy no es sino un ornamento crepuscular en las estanterías de un público sin paciencia ni apetito. La inteligencia se desvanece en la comodidad y la literatura, que alguna vez fue la vanguardia del pensamiento, se ve recluida en márgenes cada vez más estrechos. No es que se publique menos, es que se lee peor. Y lo que se lee, con sus tramas previsibles y su gramática de manual de autoayuda, es la condena de un tiempo que solo soporta la literatura cuando esta se le presenta mansa, domada, como un animal sin colmillos.
El algoritmo, esa maquinaria ciega e impersonal que rige los consumos culturales con la impunidad de un dios de saldo, ha determinado que la literatura debe ser rápida, ligera y predecible. Todo lo que escape a ese dogma es condenado a la irrelevancia. Amazon, TikTok, Netflix: las nuevas bibliotecas de Alejandría, pero sin Sócrates ni Virgilio, sin Joyce ni Faulkner. Solo pasto para lectores urgentes, para consumidores de frases encapsuladas en la estética del “highlight”. Las obras maestras de la paciencia, las que obligan a un esfuerzo de inteligencia y emoción, han sido desterradas al gulag de lo minoritario, allí donde habitan los escritores que aún creen que la literatura es algo más que una distracción de aeropuerto.
El sistema educativo, cómplice en este desmantelamiento de la capacidad crítica, ya no forma lectores sino clientes. Se ha purgado la literatura de sus dificultades, de sus incomodidades, de su desafío. Si alguna vez un adolescente se atrevía con Unamuno o con Borges, hoy se le ofrece una prosa trivial, un artefacto narrativo sin aristas ni riesgos, para que no se espante, para que no abandone. Y así, la lectura deja de ser una experiencia iniciática y se convierte en un trámite, un simulacro, una pantomima.
El problema no es solo que el lector moderno busque lo fácil, sino que el propio ecosistema cultural refuerza esa preferencia. Se ha normalizado la idea de que la literatura es un producto de consumo rápido, de digestión instantánea, de entretenimiento anestesiado. No se le pide al lector que piense, se le pide que pase la página. No se le exige una inteligencia, sino un hábito; no se le concede la epifanía, sino el refuerzo de lo ya sabido. Así, en la literatura como en la vida, el pensamiento ha sido sustituido por la repetición y la hondura por la complacencia.
Sin embargo, el apocalipsis literario que se avecina no consumirá la literatura, sino a los escribientes del algoritmo. Esos creadores alineados con los cánones comerciales, los artesanos del producto industrial, los negros literarios de un sistema que solo busca manufacturar dopamina narrativa, serán los primeros de la fila para ser sustituidos por inteligencias artificiales. La IA no necesita inspiración, no necesita angustia creadora, no se enfrenta al vértigo de la página en blanco: solo recicla, combina y regurgita. Y eso es, exactamente, lo que llevan años haciendo los que se plegaron a las leyes del mercado, produciendo historias bajo demanda, sin riesgo, sin peligro, sin alma.
Pero más allá del colapso de esta literatura de plástico, se alza un territorio dorado, un Edén donde la creatividad no ha claudicado. Allí seguirán los que nunca aprendieron a someterse, los que no se dejaron arrastrar por la corriente de lo fácil, los que prefirieron el silencio al ruido, la dificultad al halago inmediato. En ese refugio reside lo auténtico, porque la literatura verdadera no se puede mecanizar, no se puede predecir, no se puede reducir a patrones repetidos hasta el infinito. Y mientras lo industrial se desplome en su propio vacío, lo esencial permanecerá. Porque escribir es, al final, el último acto de libertad en un mundo cada vez más gobernado por la servidumbre del algoritmo.

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