—Me alegro de que finalmente se haya decidido a venir a hablar con nosotros, Sr. Gracia; como comprenderá, esta relación no podía permanecer más tiempo sin oficializarse –dijo el padre de Gabriela, sentado en su imponente sillón y fumando un habano mientras Juan Gracia, que en pocas semanas se convertiría en su yerno, contenía las ganas de orinar–. Es la reputación de mi familia la que está en juego –concluyó.
El jovencísimo Juan alternaba su mirada nerviosa entre el rostro solemne del patriarca y su amada Gabriela que, sentada al lado de su madre, palidecía y empezaba a sudar. Ni siquiera el mozo pudo imaginar lo que ocurriría un momento después, cuando la novia, casi desvaída, dijo que no se encontraba bien y pidió permiso para retirarse. Subió a su cuarto ayudada por su madre, pues no podía sostenerse en pie, y todos pensaron que la tensión del momento la había indispuesto. Pero lo peor ocurrió cuando empezaron las contracciones y rompió aguas: el embarazo que había ocultado durante siete meses bajo la redondez de los faldones se manifestó precozmente en el momento menos indicado.
Con la ayuda del servicio y del médico, que se presentó con el cochero una hora más tarde, llegó al mundo Fortunato Gracia, sin que sus padres, Juan y Gabriela, hubieran contraído matrimonio.
No podía ser consciente de ello todavía, pero Fortunato nacía marcado por el don de la inoportunidad, ya que a punto estuvo con su prematuro parto de costarle, no sólo la boda, sino también la vida, a su propio padre.
El niño, como consecuencia de sus pocas semanas de gestación, nació escuálido y con aspecto consumido, y aunque le valió Dios y ayuda salir adelante y en más de una ocasión estuvo a punto de irse tal como había llegado, antes de tiempo, consiguió finalmente vencer todas las fiebres que lo atacaron. Con una resistencia impropia de su apariencia, se plantó en los seis años sin que jamás lo abandonara el rasgo definitorio de la inoportunidad.
Justo en la víspera de su sexto aniversario, sin poder dormir y ansioso por saber qué le regalarían, había aparecido en la alcoba de sus padres estando éstos en mitad del acto. El pequeño Fortunato enmudeció bajo el quicio de la puerta, contemplando las embestidas certeras del padre sobre la madre a cuatro patas. Al sentir los ojos de su padre clavados en él, salió despavorido tomando por vez primera conciencia de su don. El padre le explicó, aunque se arrepentiría después, que tan sólo estaba jugando con mamá a montar a caballo, sin saber que, horas más tarde el abuelo, justo antes del almuerzo, aparecería con un ejemplar árabe de excelente presencia como regalo de cumpleaños, esperanzado en que algo de la magnificencia del animal recalase en su único nieto, pues en él depositaba todas las ilusiones para que en un futuro se hiciera cargo de la hacienda. Fortunato, ingenuo e inoportuno como de costumbre, se mostró reacio con el equino; por lo que su abuelo le preguntó que si no le gustaba: «Bueno, montaré primero a mamá, esta mañana he visto a mi padre cómo hay que hacerlo».
Pese a este y a otros innumerables desatinos, Fortunato no sufrió las consecuencias de los mismos hasta su adolescencia, en la que fue objeto de escarnio siempre por parte de sus compañeros de colegio. Tampoco estuvo exento de dislates su bisoño noviazgo, pues no fueron pocas las ocasiones en las que su indeseado don estuvo a punto de costarle el amor de su vida. Aun y así, la inoportunidad de Fortunato siempre resultó baladí; consiguió casarse y formar una familia con la que vivió feliz y cómodamente.
Hasta que en una ocasión la fortuna se le volvió en contra. Regresaba a casa maldiciendo su mala suerte (había perdido en un mal negocio una importante suma de dinero) cuando, arropado por la pesadez de la noche, un desalmado, pistola en mano, lo despojó de sus ropas y sus bienes y lo dejó moribundo y sin el poco dinero que le quedaba en un rincón del bosque. Desesperados, no volvimos a saber de él hasta dos semanas después, cuando la policía nos informó de que se había hallado un cuerpo devorado por los lobos. Supimos que se trataba de él por los zapatos y por el anillo que aún conservaba en el anular de su mano izquierda; en el interior, además de la fecha de bodas, aún podía leerse: «Por siempre, Gabriela».
Pero el susto aun fue mayor durante el velatorio, pues entre lágrimas y a la penumbra de las velas apareció de pronto en el umbral de la puerta como lo hiciera en la alcoba de sus padres la mañana que cumplía seis años, y, vestido con harapos y casi sin poder articular palabra, balbució:
—¿Por qué lloran todos? ¿Quién se ha muerto?
—Me alegra que finalmente haya decidido venir a hablar con nosotros, señor Gracia. Como comprenderá, esta relación no podía permanecer más tiempo sin oficializarse —dijo el padre de Gabriela, sentado en su imponente sillón y fumando un habano. Juan Gracia, que en pocas semanas se convertiría en su yerno, contenía las ganas de orinar.
—Es la reputación de mi familia la que está en juego —concluyó el patriarca, con gravedad.
Juan alternaba su mirada nerviosa entre el rostro solemne del padre y su amada Gabriela. Ella, sentada al lado de su madre, palidecía y empezaba a sudar. Ni siquiera el mozo pudo imaginar lo que ocurriría un momento después, cuando la novia, casi desvanecida, pidió permiso para retirarse. Subió a su cuarto ayudada por su madre, pues no podía sostenerse en pie. Todos pensaron que la tensión del momento la había indispuesto.
Pero lo peor estaba por llegar. Apenas unos minutos después, comenzaron las contracciones y rompió aguas: el embarazo que había ocultado durante siete meses bajo la redondez de los faldones se manifestó, de manera tan precoz como inoportuna.
Con la ayuda del servicio y del médico, que llegó una hora más tarde, vino al mundo Fortunato Gracia. Sus padres, Juan y Gabriela, aún no habían contraído matrimonio.
Fortunato no podía ser consciente de ello, pero su nacimiento prematuro estuvo a punto de costarle, no sólo la boda, sino también la vida a su propio padre. El niño, escuálido y con aspecto consumido, luchó por sobrevivir. En más de una ocasión estuvo a punto de irse tal como había llegado: antes de tiempo. Sin embargo, con una resistencia inesperada, logró superar todas las fiebres que lo atacaron y llegó a los seis años, sin que jamás lo abandonara su don de la inoportunidad.
Los años pasaron, y la mala fortuna de Fortunato se manifestó de formas cada vez más insólitas. Justo en la víspera de su sexto aniversario, sin poder dormir y ansioso por saber qué le regalarían, apareció en la alcoba de sus padres. Ellos estaban en mitad del acto. El pequeño Fortunato se quedó mudo bajo el quicio de la puerta, contemplando las embestidas certeras del padre sobre la madre a cuatro patas. Al sentir la mirada de su padre, salió despavorido, tomando por vez primera conciencia de su don. El padre, incómodo, le explicó —aunque luego se arrepentiría— que sólo estaban jugando a montar a caballo. Nadie imaginaba que, horas más tarde, el abuelo aparecería con un ejemplar árabe como regalo de cumpleaños, esperanzado en que algo de la magnificencia del animal recalase en su nieto.
Fortunato, ingenuo e inoportuno como siempre, se mostró reacio al equino. El abuelo, extrañado, le preguntó si no le gustaba.
—Bueno, montaré primero a mamá —dijo convencido—. Esta mañana he visto a mi padre cómo hay que hacerlo.
Pese a este y otros innumerables desatinos, Fortunato no sufrió las consecuencias de su don hasta la adolescencia, cuando fue objeto de escarnio por parte de sus compañeros de colegio. Tampoco estuvo exento de dislates su primer noviazgo, pues en más de una ocasión su inoportunidad estuvo a punto de costarle el amor de su vida. Sin embargo, sus deslices siempre resultaron baladíes: logró casarse y formar una familia con la que vivió feliz y cómodamente.
Hasta que, en una ocasión, la fortuna se le volvió en contra. Regresaba a casa maldiciendo su mala suerte —había perdido en un mal negocio una suma importante— cuando, arropado por la pesadez de la noche, un desalmado lo asaltó pistola en mano. Lo despojó de sus ropas y bienes, y lo dejó moribundo y sin el poco dinero que le quedaba en un rincón del bosque.
Desesperados, no volvimos a saber de él hasta dos semanas después, cuando la policía nos informó de que se había hallado un cuerpo devorado por los lobos. Supimos que era él por los zapatos y por el anillo que aún conservaba en el anular de su mano izquierda; en el interior, además de la fecha de bodas, podía leerse: “Por siempre, Gabriela”.
Pero el mayor susto llegó durante el velatorio. Entre lágrimas y a la penumbra de las velas, apareció de pronto en el umbral de la puerta, como hiciera en la alcoba de sus padres la mañana que cumplía seis años. Vestido con harapos y casi sin poder articular palabra, balbució:
—¿Por qué lloran todos? ¿Quién se ha muerto?
La inoportunidad, fiel a su cita, no faltó ni siquiera a su propio funeral.

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