Al llegar al pueblo, la chica de la inmobiliaria los está esperando frente a la casa. La fachada le resulta más pequeña que en el recuerdo de sus ocho o nueve años, cuando se vio sorprendido por una mano que tiraba de él. ¿Cómo no lo ha recordado en todo este tiempo? Aquella tarde, unos dedos lo sujetaron con fuerza, sufrió la aspereza de una mano gélida, excesiva para su cuello de niño. Antes de que pudiera reaccionar, se vio atrapado en un lugar con un fuerte hedor a humedad y a orín de perro. Unos minutos antes, correteaba junto a sus amigos pulsando los timbres de los vecinos, juegos de niños, travesuras que a nadie deberían importar lo suficiente como para echarle la mano a uno de ellos y arrastrarlo a las tinieblas. No volverás a tocar más timbres, te lo aseguro. ¿Es que no os enseñan modales? El aliento de la vieja le abrasaba el tímpano, como si un humor de cloro lo penetrara. Rumores corrían, no pocos, de que la vieja había enloquecido tras abandonarla su marido; otros atribuían su demencia a que tuvo que deshacerse del marido para evitar que se comiera a sus hijos. Todas esas chaladuras se contaban y así le llegaban de boca de los chicos más mayores, sin duda eran quienes mejor sazonaban las historias. Tanto las creían, que ninguno se atrevía a tocarle el timbre a la bruja, les temblaban las piernas por el mero hecho de acercarse a la puerta. Pero a él no le pareció que corriese especial peligro cuando lo espolearon para que se decidiera. El timbrazo sonó como un lamento. Por varias veces insistió entre risas, y luego quedó agazapado en el lateral de la vivienda, desde donde le llegaba la voz quebrada de la anciana. ¿De verdad era tan vieja? No lo parecía por la manera etérea como se desplazaba ni por la fuerza con que lo alzaba. ¿Cómo era posible que en toda su vida no hubiera recordado el episodio? Se lo pregunta de nuevo, tantos años después, al acceder a esa misma casa de la que se ha encaprichado Ingrid, insistente en que el lugar es idóneo, de que no tendrán competencia y de que un cambio les vendrá bien. ¿De verdad va a dejar la dirección del hotel para regentar un pequeño alojamiento rural? ¿Así cree que salvarán su relación?
No ha sido hasta que han traspasado el umbral y se ha visto en medio del zaguán que ha revivido la nefasta tarde en que la anciana lo capturó y retuvo mientras él escuchaba, además del goteo incesante de la tubería de plomo y el corretear de alguna rata, el alboroto de sus compañeros en la calle. ¿Lo rescatarían? ¿Sería cierto que la anciana devoraba criaturas o se las cocinaba a un hijo secreto, deforme, que nadie había visto? Como si los olores viciados de la estancia resucitaran los recuerdos, o debido al moscardón que revoloteó a su alrededor antes de que la agente de la inmobiliaria abriera las ventanas, emergieron las horas de miedo y sollozo de aquella tarde en la que, arrinconado contra la pared, oyó una vocecilla que le susurraba. ¿Qué era aquella criatura? ¿Acaso la vieja le había dado algún alucinógeno? Una tenue refulgencia danzaba a su alrededor. Excitada, vibrante, apremiada, el hada lo condujo en medio de unos grititos hasta detrás de la columna. Entonces vio la puerta de escasas dimensiones. Al intentar abrirla, tomó conciencia de que estaba atrancada y de que le sería imposible franquearla. Pero la pequeña criatura lo puso sobre aviso, con su luz de candil, respecto de una llave que colgaba justo a su derecha, a unos metros. La llave entró en el bombín como guiada por un imán. Tras abrir la puerta, una bocanada de aire mohoso inundó la estancia y la pequeña criatura se perdió por la estrechez del conducto. Él avanzaba de cuclillas, mientras la luz del hada se volvía azul según menguaba, como una estrella en el firmamento. Cuando ya creía que se había esfumado, la sintió de nuevo frente a los ojos. La luz se volvió muy intensa. ¿Qué fue lo que le dijo? ¿Volverían a encontrarse algún día? Intentó que no se esfumara, pero ya no pudo dar con ella. Al otro lado del túnel, extasiado por el esfuerzo, tan sólo lo esperaba una cegadora puesta de sol y la música de las cigarras. Al mirar atrás, fue incapaz de identificar la madriguera por la que había salido.
—Cariño, ¿te encuentras bien? —se da cuenta de que ha quedado embriagado con la evocación del episodio, más si cabe después de haber recorrido la casa y haber llegado hasta el garaje, totalmente reformado; el suelo se ve ahora revestido de baldosas y las paredes perimetradas por una franja roja.
Sonríe, no necesita más para tranquilizar a Ingrid. Pero ella parece inquieta, sus movimientos se han vuelto electrizados, deambula por la sala como si buscara algo, pese a que ya no hiede a orín de perro, sino a escape de motor, aceite y combustible. Una Ossa de montaña descansa tras la columna, donde aún se conserva la pequeña puerta. Ambos se miran, como si ese instante ya lo hubieran vivido. Un gesto de extrañeza se dibuja en el rostro de Ingrid.
—Creemos que conduce a un pequeño almacén, o al antiguo cuarto de calderas, no hemos encontrado la llave —se excusa la chica de la inmobiliaria.
Como llevada por una naturalidad inédita, con un gesto certero, Ingrid se vuelve hacia la derecha y, ante la incredulidad de la comercial, coge la llave y abre la puerta. De pronto, su mujer le resulta más etérea, menos cercana, casi irreal, como si en verdad jamás hubiera existido o solo hubiera sido producto de la imaginación. Una ráfaga de viento enmohecido impregna la sala y, por un instante, le aterra que se pierda para siempre por el túnel de la incomprensión.

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