El padre como abismo: Rulfo, el luto y sus herederos

«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.»
Pedro Páramo de Juan Rulfo

La figura del padre, ese enigma persistente que en ocasiones guía y condena en otras, se manifiesta en la obra de Juan Rulfo de manera tan devastadora como apasionante. No por su presencia, sino por su disolución. Rulfo no escribió desde la memoria, sino desde el luto.

Si uno lee Pedro Páramo o No oyes ladrar los perros, lo que encuentra no es tanto la figura paterna como su eco, su sombra, su rastro difuminado en la arena del tiempo. Porque Rulfo no escribió desde la memoria, sino desde el luto.

En Pedro Páramo, el hijo acude al padre como quien obedece un conjuro, no una voluntad. «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», dice Juan Preciado en la primera línea. No dice que lo busca por amor ni por justicia, sino porque fue el encargo de su madre en su lecho de muerte: «Ve a Comala a reclamar lo que nos dejó a deber». Y con ello lo lanza no a un viaje de restitución, sino de aniquilación. Lacan escribiría que el padre “es en la medida en que está introducido por el discurso de la madre, y aquí ese axioma se convierte en condena: el encargo es una trampa, porque lo que se busca no es al padre, sino la imposibilidad de encontrarlo. «Me mató no quererlo, porque ya estaba muerto», podría decirse.

Si Pedro Páramo, el personaje, no es un hombre, sino una ruina de poder, Pedro Páramo, la novela, es una membrana: algo que separa y comunica al mismo tiempo. Entre los vivos y los muertos no hay distinción real, no hay fronteras: todo es una dimensión continua. Como en la «negra espalda del tiempo» de la que hablaba Javier Marías, imposible de mirar pero en la que estamos siempre inscritos, como si la eternidad se hubiera filtrado en la vida cotidiana y ya no pudiese expulsarse. «A veces siento que me estoy deshaciendo, que me estoy convirtiendo en tierra», dice uno de los habitantes de Comala, atrapado entre la vida y la muerte, como si el tiempo fuera una sola bruma sin contornos.

Rulfo escribió poco, y quizá por eso escribió lo imprescindible. Porque su obra no intenta representar la vida, sino ese otro tiempo que le corre por debajo: la muerte como espacio de memoria, el recuerdo como forma activa de existencia. No hay tiempo pasado ni futuro, hay voces que insisten. En No oyes ladrar los perros, el hijo agoniza sobre los hombros del padre, que lo lleva con un estoicismo desesperado, sin esperanza y sin perdón. Ese padre también es un reflejo invertido del que no fue, del que falló, del que llega tarde, siempre tarde, pero aun así lleva el cuerpo del hijo hasta el umbral de la muerte como si eso bastara para redimirse. «Todo esto que hago, lo hago por tu madre. Por ella. Porque si fuera por mí, ya te hubiera dejado tirado ahí atrás, allá donde me encontraste». El discurso del padre está mediado por el amor a la madre, y en ese amor se cuela la culpa, el fracaso, el intento de cumplir por otro lo que no se logró hacer por uno mismo.

La biografía de Rulfo no se escinde de su obra, sino que la respira: huérfano a los diez años, testigo de la violencia política y rural, superviviente emocional de una historia rota. Se casó, tuvo hijos, sí; pero nunca dejó de escribir como un hijo que busca, como un Juan Preciado que avanza en un Comala evaporado, hecho de relatos inconclusos. Su literatura es el intento de recomponer un mapa afectivo donde los nombres y los cuerpos ya no coinciden, donde la voz materna encarga una búsqueda imposible y el padre es apenas una resonancia. En eso, también, Rulfo es profundamente lacaniano: el padre no está, pero es la organización simbólica de su ausencia lo que da forma al deseo.

Juan Rulfo

Quizá por eso Pedro Páramo no es una novela de fantasmas, sino una novela fantasma. Porque todo lo que contiene ha muerto antes de empezar. Y, sin embargo, sigue hablando. Como un eco que no puede cesar porque nunca tuvo origen del todo.

En la literatura de Rulfo, la paternidad no es un hecho biológico, no es el padre real, que diría Lacán, ni una institución; es un agujero. Un agujero que habla. Un abismo que susurra nombres desde la eternidad. Un lazo que no se puede cortar porque nunca terminó de hacerse.

Y en esa grieta, se escribe la obra.

Esa grieta, además, no terminó con Rulfo. Su legado continúa latiendo en una literatura que no se resigna a cerrar las heridas, sino que las interroga. Podría pensarse —si uno se dejara llevar por la tentación de reducir la literatura a una genealogía de estilos— que la prosa de Juan Rulfo es una suerte de código genético secreto que, con el tiempo, ha ido manifestándose en ciertas obras de autores en cuyas obras palpitan los ecos de Comala, como si los muertos les dictaran pasajes en plena vigilia. El tiempo —esa espalda negra de la que hablaba Marías— no ha borrado la impronta del autor de Pedro Páramo; más bien la ha diseminado, como una semilla antigua que germina donde menos se espera: en la violencia contemporánea, en la dislocación del yo, en la pérdida del lenguaje como patria.

Uno de los herederos más lúcidos y comprometidos con esa mirada es Eduardo Ruiz Sosa. En Anatomía de la memoria, la memoria colectiva de una resistencia estudiantil se entrelaza con la figura paterna como ideal y como fracaso, como presencia silenciada que ha dejado a los personajes suspendidos en una narración hecha de retazos. La escritura de Ruiz Sosa es también una exploración del tiempo roto, de los ecos que llegan desde lo no dicho, lo no vivido, lo que se perdió antes de haber sido poseído del todo. En Cuántos de los tuyos han muerto, la pregunta por los muertos no es una pregunta por las cifras, sino por los vínculos. Los que han muerto configuran el tejido de quienes quedan. El tono con que Ruiz Sosa aborda estas figuras es de una densidad lírica cercana al temblor. Como Rulfo, no escribe desde la certidumbre, sino desde la descomposición.

Fernanda Melchor, en Temporada de huracanes, ofrece una versión mucho más áspera del mismo territorio maldito. Sus pueblos son más crueles, más viscerales, pero igual de corroídos por la violencia heredada. Allí también los hijos buscan sin encontrar y los padres son ausencias, presencias ominosas o cuerpos enterrados antes de tiempo. En Cristina Rivera Garza, la herencia se vuelve más conceptual, su obra descompone el lenguaje hasta dejarlo temblando. En Nadie me verá llorar, el manicomio es un Comala de locos lúcidos y narradores rotos. Su escritura no quiere recordar: quiere revivir desde la ruina, reconstruir desde las fisuras. ¿No es acaso esa la tarea de todo narrador que ha leído a Rulfo? Valeria Luiselli, en Los ingrávidos, convierte la ciudad en una membrana donde los vivos y los muertos se entrelazan. El narrador recuerda a Juan Preciado: también él quiere contar algo que ya ha pasado, pero que sigue pasando. Su literatura es evocación, pero también es eco: las voces no desaparecen, solo se diluyen.

Estos y otros autores, en su variedad de estilos y temáticas (Yuri Herrera, Julián Herbert, Martín Felipe Castagnet o, desde Argentina, Selva Almada), parecen responder a una misma intuición: que el verdadero protagonista de Pedro Páramo no es el padre ausente ni el hijo extraviado, sino la voz que intenta, contra todo pronóstico, hilvanar una historia con fragmentos sueltos, con murmullos. Que la literatura —como la memoria— se construye en torno a lo que falta, a lo que no se puede decir del todo.

Tal vez por eso Rulfo sigue ahí, agazapado en las bibliotecas, en los sueños, en la prosa de los nuevos narradores. No como una estatua que se reverencia, sino como un temblor que se escucha todavía, desde lo hondo. Rulfo no sólo ha marcado una forma de narrar la muerte, sino de pensar la vida como algo ya contaminado por ella.

Quizá no se trata de buscar al padre, sino de entender que su búsqueda es el verdadero gesto de la literatura.


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