El niño más viejo del mundo

La niña cogió el álbum de fotos, lo sostenía entre las manos mientras repasaba atentamente cada una de ellas.

—¿Ésta es del día que os casasteis, verdad, abuela?

—Eso es, aquí mismo, en la iglesia del pueblo.

—¿Y como os conocisteis tú y el abuelo?

— Un día apareció por el pueblo un joven, apuesto y muy guapo en busca de trabajo. Nos conocimos como se conocían entonces la mayoría de las parejas, en el baile, en las fiestas de verano.

—Abuela, echo mucho de menos al abuelo. No sé por qué se tuvo qué morir, ¿por qué, abuela, por qué?

—Todos nos tenemos que morir, antes o después, y eso es lo mejor que nos puede pasar.

—Nooo, pero ¿por qué? ¿Por qué no podemos vivir eternamente?

—Sí, sí podemos, si nos cae esa desgracia. Tu abuelo, por ejemplo, vivió eternamente durante mucho, mucho tiempo.

La niña frunció el ceño y se apartó un poco de la abuela. Ésta la tomó de la mano y empezó a mecerse frente al fuego.

—¿Eternamente? Si hubiera vivido eternamente, ahora estaría vivo.

—Y lo está, de alguna manera. ¿Quieres que te cuente la historia?

—¿Qué historia, abuela?

—Yo tenía sólo once años el día en que mi padre nos llevó por primera vez al circo. Mi padre, ¡ay! Ojalá lo hubieras conocido. Bueno, que me despisto. Te decía que mi padre nos llevó al circo a mí y a mis hermanas, Bea y Lola, ellas ya eran unas mozas de trece y quince años. Era la primera vez que íbamos al circo, nunca antes había llegado un circo al pueblo, y lo hizo ese año durante las fiestas de verano. Recuerdo que la mañana había sido calurosa y que después de comer, ya en los postres, mi padre nos sorprendió con las entradas. Nos plantamos frente a la carpa a las cinco en punto, excitadas y entusiasmadas con la función, y allí vimos leones y elefantes, payasos, trapecistas y equilibristas, un espectáculo asombroso. Piensa que en mi época no había televisión, ni nada. Así que Bea, Lola y yo lo pasamos en grande, hasta que llegó el número de mayor reclamo. El presentador anunció que íbamos a poder ver, en persona, un espectáculo singular, único en el mundo entero, veríamos a la criatura más increíble jamás imaginada, íbamos a ver “al niño más viejo del mundo”. Se apagaron las luces, el circo entero se quedó totalmente a oscuras y en silencio por unos segundos y, luego, de repente, un foco iluminó la pista central. De una jaula sacaron a un ser pequeño, completamente calvo, de gran cabeza ovalada, y una nariz torcida y angulosa, encorvada, como el pico de un loro. Se quedó agachado, de cuclillas; vi que, por momentos, se tapaba la cara, como si tuviera miedo de lo que fuera a acontecer o se avergonzara de estar expuesto. El domador, el mismo que había sometido a los leones con su látigo, lo obligaba a acercarse al público tirando de la correa que el niño, o lo que fuera, llevaba anudada al cuello. En un instante, sufrió una total transformación, los ojos se le agrandaron y enrojecieron, la mirada se le volvió hosca, amenazante, como si nos repudiara a cuantos allí lo contemplábamos. “Tengan cuidado, no dejen que se les acerque demasiado, de una única zarpada podría arrancarles el corazón. Es el niño más viejo del mundo, fue hallado donde habita la mayor concentración de seres mágicos y prodigiosos, en la cima de los montes Urshus, por una expedición de alpinistas ingleses en el año 1781, y créanme cuando les digo que, antes de ser atrapado, consiguió liquidar a tres expedicionarios. No se fíen de su pueril apariencia, pues el hechizo, que así lo mantiene, lo dota de una fuerza y agilidad extraordinarias. Este niño que ustedes tienen delante, con casi doscientos años, sufrió el hechizo de un hada maligna, un hada que odiaba a los niños, desterrada por la corte de las hadas, por envidiosa y torticera. Este niño, del que aún hoy desconocemos su verdadero nombre, está condenado a la eterna puerilidad hasta que otra hada lo desencante. Mientras tanto, por muchos y muchos años, éste niño será un monstruo eterno”. El domador, al acabar de decir esto, empezó a acercarse aún más al público mientras nos advertía, una y otra vez, que tuviéramos cuidado y no permitiéramos, en ningún momento, que nos tocara. La gente, asustada, se apartaba y, en cuanto lo tuvimos enfrente, fijó su mirada en mí, me sonrió y me tendió la mano. Yo, pese a todo, también extendí la mía, no me daba miedo, pero mi padre reaccionó de inmediato y me abrazó tan fuerte que impidió que me acercara. Después, sin opción a réplica, nos dijo: “Vámonos, niñas” y nos arrancó de allí sin más miramientos. No hablamos ni dijimos nada en todo el camino de regreso a casa, mientras yo no podía sacarme de la mente la mirada enternecida de aquel ser, porque tenía la convicción de que quería decirme o pedirme algo. Así que esa misma noche me escapé; cuando todos dormían, bajé en silencio la escalera y aproveché la luz blanca de la luna llena para correr, entre el miedo y la desesperación, a encontrarme con ese ser mágico. Lo tenían metido en otra jaula, al lado de las cebras y los caballos. En cuanto se apercibió de mi presencia, se acercó hasta los barrotes y me miró con dulzura, como si me conociera o, quizá, de alguna forma, supiera que yo llegaría. Dejé que me acariciara, me pasó el torso de la mano por la mejilla, suavemente, y en su rostro se dibujó una sonrisa. Yo trataba de abrir la puerta, para dejarlo salir, pero me resultaba imposible. Con el ruido, alguien debió de alertarse. ¿Quién anda ahí?, oí que gritaban. Antes de irme, asustada, él me dio este anillo, ves, el que llevo como colgante y yo le di un beso a aquel ser mágico.

La niña cogió el anilló y vio la inscripción en su interior.

—¿Y qué pone aquí, abuela?

—Realmente no lo sé, creo que nadie puede saberlo, pues es un idioma seguramente muy antiguo, desaparecido quizá, desconocido, por lo menos para mí, pero alguien me dijo una vez que pone “Volveré a por ti”.

—¿Y quién te lo dijo?

—Pues un joven, apuesto y muy guapo, que un día apareció por el pueblo, en busca de trabajo y que yo conocí en el baile, como se conocían antes todas las parejas, una noche durante las fiestas de verano.


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