El libro de las hadas

El tren la ha dejado en la estación a las seis de la mañana aún molesta con el hormigueo del estómago que no le ha dejado dormir. Ya con los pies en el andén, ha tenido el instinto de encender su teléfono móvil pero no lo ha hecho. ¿Debería llamarlo? No lo sabe. Un instante después, se ha dejado conducir por el resto de los viajeros hacia un vestíbulo irreconocible pese a las tantas veces que lo pisó de niña. Veintiocho años son muchos, se ha dicho, veintiocho años que han borrado tu memoria. Ha seguido tirando de la pequeña maleta hasta plantarse en la parada de taxis y, sin que pudiera oponerse ni lo hubiese decidido, un hombre de bigote y en mangas de camisa, la ha hecho pasar al
interior del vehículo. Ella le ha dado las señas con la voz queda, minúscula, y el taxista ha puesto en marcha el motor para dejar atrás la ciudad. Durante el trayecto, ha ido tratando de reconocer el lugar sin que pudiera lograrlo del todo: demasiadas casas, demasiados coches, demasiadas luces, demasiados años.

Dos kilómetros antes de llegar al pueblo, le ha pedido al taxista que parase, que la dejara allí mismo, en medio del camino ahora ya asfaltado que, serpenteando la montaña, la llevará hasta la casa. Le ha parecido que el taxista se sorprendía o se molestaba o ambas cosas a la vez y ella se ha excusado y le ha dado una propina para borrarle la mueca de disgusto. Antes de echarse a andar, ha oído el ruido del coche alejarse al tiempo que se ha encandilado con los árboles, tan inmenso como entonces, embriagada por los olores espesos de la hierba mojada y guiada por el canto de los pájaros levantando la mañana. Cuesta arriba, ocultos tras la espesa niebla, ha intuido los prados en los que jugaba de niña y por un instante se ha dado cuenta de que le había desaparecido el hormigueo del estómago. Envuelta en su abrigo largo, ha recorrido en menos de una hora el exigente camino hasta la casa de sus abuelos. Un intenso olor aleña quemada de las casas vecinas la ha guiado hasta la cancela que le ha dado acceso al patio de la casa. Ya dentro, ha soltado la maleta y con la mirada perdida en un horizonte inexistente ha contemplado la niña que un día fue persiguiendo las gallinas, dándole de comer a los gatos o absorta e intrigada con el labio incesante de un conejo. Se ha metido las manos en los bolsillos y ha permanecido allí inmóvil, impregnándose de los aromas para aplacar el hormigueo difuso y molesto que le ha vuelto a brotarle en el estómago vacío. Quizá debería haber tomado algo en la cafetería de la estación.

Al subir los doce escalones hasta la puerta de acceso a la vivienda, se ha dado cuenta de que la maleta pesaba más de lo supuesto. Ha encontrado la puerta algo distinta de cuando ella era niña y ha entrado con cierto pudor, casi a tientas, aún con las luces del alba incipientes que tibiamente iluminaban la estancia acristalada. El suelo de madera le ha crujido bajo los pies, cansados del largo ascenso y se ha compungido al comprobar la simetría perfecta del interior de la vivienda con su propio recuerdo. La vista se le ido de inmediato al molinillo de encima de la mesa con el que su abuelo trituraba el café. Lo ha tomado entre las manos y se lo ha llevado hasta la cara para deleitarse con el aroma eterno que la ha transportado a los veranos dulces de su infancia. Cada paso que ha dado bajo el crepitar del suelo la ha adentrado al interior del lugar, vacío por varios años, con todo dispuesto y ordenado, tal como lo había dejado su abuelo antes de dejarla. Posiblemente allí estaría él ahora si la embolia no le hubiera impedido regresar, si no lo hubiera dejado postrado en la silla de ruedas en la que finalmente había muerto.

Con un nudo en la garganta para contener la emoción, se ha sentado en la butaca de su abuelo y ha podido recordarlo con las gafas de pasta oscura que se ponía para leerle los cuentos. Desde el sillón, ha contemplado la humildad con la que vivía: una mesa vieja y algo carcomida, flanqueada por cuatro sillas alas que a ella le costaba subir, un mueble eterno en el que aún descansa el pequeño televisor a blanco y negro, la vieja cómoda en la que muy probablemente duermen los platos y los cubiertos, el obsoleto almanaque, olvidado en la pared por tantos años, con el que se ha detenido el tiempo en aquella casa, enorme de entonces y casi de muñecas ahora, si la compara con el majestuoso ático al que no sabe si regresar —un lugar lleno de lujos y vacío de afectos— desdibujado ante la presencia palpitante de un pasado hecho vivo desde ese sillón repleto de recuerdos.

Entusiasmada, se ha decidido a buscar el libro de las hadas que le leía su abuelo, sin poder recordar de su apariencia más que el color oscuro y granate de la cubierta, con algunos detalles dorados, un libro pequeño en las manos de su abuelo que no ha aparecido de entrada, cuando ha rastreado los muchos títulos sobre el estante dela librería, sino más tarde, después de haber recorrido las tres estancias de la única plantade la vivienda, en uno de los cajones de la mesita de noche de la habitación que fue de su abuelo. En cuanto lo ha visto, lo ha reconocido de inmediato y se ha extrañado entonces el título. ¿Cómo es posible?, se ha dicho, que aquel ejemplar del que salían infinitas historias de duendes y princesas, de hadas y brujas—el hada chismosa, que siempre estaba enredando al resto de las hadas del reino y que sin remedio acababa víctima de sus propios cotilleos; el hada de las tartas, capaz de preparar los mejores pasteles y que a la mañana siguiente aparecían por arte de magia para desayunar en la mesa; el hada de los colores, que cada madrugada se levantaba temprano para pintar los árboles y los prados, las manchas de las vaquitas y el amarillo del sol— sea este. Se ha desconcertado ante el título ahora imposible del ejemplar: Ana Karenina. La historia de la obra le ha hecho conectar con su propio dolor. Martín saliendo por la puerta, las noches de soledad extrañando su cuerpo en un piso vacío pese a estar repleto de todo, saturado de humo y atestado de botellas de güisqui. ¿Debería llamarlo?

Vuelve a mirar el móvil sin atreverse a encenderlo. Se sienta en la cama para examinar, incrédula, el libro de Tolstoi carente ahora de todas las historias de su infancia. Cuando trata de devolverlo a su lugar, repara en una libreta de tapas verdosas y desgastadas, tapas duras y anilladas que agruparán no más de un centenar de hojas. En su interior, el título escrito a pluma con exquisita caligrafía: El libro de las hadas, y debajo el nombre de su abuelo. Con las manos temblorosas y la emoción anegándole los ojos, pasa la página y empieza a leer el primero de los cuentos “Érase una vez, en el reino de las hadas, una princesa rodeada de lujos, pero tremendamente infeliz. El rey, afligido por la infelicidad de su hija, no hacía más que rodearla de los muebles más caros, de las joyas más valiosas y de los vestidos más deslumbrantes…”. Casi sin poder respirar, vuelve a coger el móvil y se vuelve a preguntar ¿Debería llamarlo? Sin respuesta, se ha acostado y se ha puesto a dormir.


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