El hombre del pájaro negro

No deberían existir las hadas, ni los ogros, ni los gnomos, ni los trasgos, ni todas esas criaturas subterráneas o acuáticas que algunos creen fruto de la imaginación y la fantasía; ni deberían tampoco manifestarse, harían mejor si se quedaran en su mundo y no se entrometieran en el nuestro (o es acaso al revés y es entonces cuando se enfadan y se muestran implacables, nada risueñas ni bondadosas).

Quién sabe si también vendrán a por mí (como hicieron con el Sr. Cotuxo, el hombre del pájaro negro), muy probablemente porque me lo contaba todo, ya que no les gusta que se las nombre, y mucho menos que se escriba acerca de ellas. Él, entusiasmado, me decía que disfrutan cociendo pan, dulces de leche y tarta de queso con mermeladas de frutas inimaginables que en mi paladar de niño me parecían un pedacito de cielo.

El Sr. Cotuxo era tan entrañable como horrendo y no se separaba jamás del cuervo que llevaba al hombro. En el pueblo no había niño que no se atormentara o huyera con tan sólo nombrarlo; pero en mí, lejos de causar terror o espanto, despertaba curiosidad y asombro, especialmente por su rostro acartonado, casi vegetal, en el que dos ojos de un negro profundo, sin brillo, pero enormes cuando me miraban, me cautivaban para hablarme de seres mágicos, diminutos unos y gigantescos otros: “Ojalá pudieras verlos”, me decía, “habitan en bosques plagados de elfos y de hadas que corretean entre los fresnos recolectando las mejores ramas, pues con ellas fabrican sus varitas mágicas; no hay lugar donde haya más duendes y algunos de ellos tiñen con sangre de traidor el gorro rojo que los vuelve temibles y poderosos. Por doquier hay gente menuda, mitad animal y mitad persona, que mora en lo más alto de las montañas. Y hay que tener cuidado, pues en las noches de verano toman un brebaje a base de serpol, pétalos de prímula y endrinos, con el que se vuelven invisibles para empujar al vacío a los viajeros despistados. Pero no creas que todos son malvados, también hay hadas bondadosas que, a caballo sobre tallos de hierba cana, surcan los bosques en busca de niños perdidos o extraviados, que devuelven luego a sus casas”.

Se ganaba la vida excavando pozos, aunque yo sé que lo que buscaba era la puerta para llegar al país de las hadas. Tal era mi curiosidad, que casi todas las tardes, al salir del colegio, lo buscaba allá donde estuviera, aún sabiendo que no debía hacerlo, pues lo tenía prohibido. El Sr. Cotuxo husmeaba el suelo como un perro y cuando creía haber encontrado el lugar propicio se levantaba y sacaba de uno de los bolsillos de la bombacha un polvo dorado que esparcía a su alrededor. Volvía luego a arrastrarse para husmear el suelo con el polvo ya esparcido, como si esa sustancia mágica afinara su olfato, o tuviera la propiedad de guiarlo de manera más precisa. Repetía la operación una y otra vez: husmear, esparcir el polvo, y volver a husmear; hasta que estaba seguro del lugar y entonces clavaba en el suelo una estaca más alta que él y se sentaba en cualquier piedra a descansar y a acariciar al cuervo al que susurraba palabras al oído, o le cantaba, o simplemente le hacía arrumacos, para soltarlo luego esperando a que éste acabara posándose en el palo que había clavado o volviera de nuevo a su hombro. Sólo si el cuervo se posaba en la estaca, acababa gritando con su voz de caverna que ése, justamente ése, era el lugar en el que había que cavar. Luego se pasaba semanas perforando el suelo.

Una tarde de otoño, mientras me comía unas galletas deliciosas con un sabor que no parecía de este mundo, “Mira, estas galletas están recién hechas y me las han traído especialmente para ti”, bajó al pozo y me dijo que lo esperara, pues había de traerme una piedra preciosa que me protegería de todo mal. Así que como tantas tardes hiciera en aquel tiempo de mi infancia, me quedé esperándolo jugando a cazar saltamontes que siempre se escapaban de un salto y me pasaba la tarde persiguiéndolos infructuosamente de aquí para allá, zigzagueante, hasta que me cansaba y me quedaba rendido esperando a que él saliera del pozo. A punto estaba ya de ponerse el sol cuando lo empecé a llamar a grito pelado sin que él me contestara, y así estuve por un buen rato hasta que se me hizo de noche y tuve que volver a casa.

Ya no volví a verlo y cuando preguntaba por él, todo el mundo me decía que estaba en el cielo, aunque yo no tenía duda de que me engañaban, pues sabía que no era así, que estaría cociendo pan, y galletas, y tarta de queso con mermelada en un país lejano, con hadas, y ogros, y a saber con cuántas criaturas más.

Durante muchas tardes lo esperé frente al pozo que nunca acabó, ni nadie se atrevió a terminar tampoco por miedo a no salir de él; y así las odié durante mucho tiempo, completamente convencido de que no deberían existir las hadas, ni los ogros, ni los gnomos, ni los trasgos, ni todas esas criaturas subterráneas o acuáticas que algunos creen fruto de la imaginación y la fantasía, pero que yo sé, sin lugar a dudas, que existen.


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