El Edificio, donde el deseo no logra inscribirse: una lectura lacaniana de Anta

Hay novelas que se leen y otras que se habitan, se respiran, se sufren. Anta pertenece a esas pocas que atrapa hasta el último rincón de su mundo: El Edificio. Y no porque ese mundo resulte hospitalario o acogedor, sino porque su atmósfera absorbe con tal poder simbólico, con tal precisión alegórica, que pronto el lector se encuentra encerrado en un espacio que, como la caverna platónica o las arquitecturas de Kafka, reproduce el extravío moderno, el sinsentido de los sistemas cerrados sobre sí mismos, la esterilidad inherente cuando el deseo ha sido desactivado.

El Edificio —omnipresente, total, opaco en su finalidad— articula un orden productivo y reproductivo que simula ofrecer una dirección, un telos, un fin último, pero que no es más que el despliegue de una maquinaria tautológica: se trabaja para alimentar la subsistencia de quienes trabajan, se reproduce para asegurar el reemplazo. La misión —si es que existe— no se vislumbra nunca, y en su lugar asistimos a la farsa de una razón instrumental llevada al límite.

El narrador se presenta como el infiltrado, el portador de un saber que supuestamente lo coloca por encima del sistema, como si su misión —antropológica, académica— consistiera en observar desde fuera y explicar desde dentro. Pero pronto se intuye que ese saber no lo protege: al contrario, es la materia que el propio sistema necesita para luego descomponerla. Su contacto con Frona, su descenso erótico y existencial, su renuncia progresiva a recordar su propósito, colocan al lector ante una pregunta perturbadora: ¿es el infiltrado real, o simplemente una pieza diseñada para jugar ese papel hasta su agotamiento?

En este punto, la novela dialoga con la tesis de Slavoj Žižek en Mirando al sesgo, cuando el filósofo esloveno propone que la paranoia estructural no nace de un error, sino de una verdad excesiva: no hay afuera desde el cual observar el sistema, todo está ya siempre contaminado por él. Así, el saber de Anta —ese saber que parecía otorgarle inmunidad— resulta ser una parte más del engranaje, una legitimación disfrazada de crítica, una función escénica para que el sistema confirme su propia necesidad.

A su alrededor, en su aventura, si es que la hay y no es más que un decorado, aparecen figuras de un enorme valor simbólico: Dorne, la Matriarca, representa el poder institucionalizado. Pero no uno arbitrario, sino perfectamente imbricado con la reproducción de la especie. Es ella quien selecciona los emparejamientos, quien promueve —en nombre de la estabilidad— la unión de Frona con el infiltrado. Su figura condensa el mandato reproductivo y la supresión del deseo.

Urga, por el contrario, es la Prometea del Edificio. La que sueña con lo imposible: la alteración de las leyes físicas y sociales. Introduce la técnica, arriesga su cuerpo, pone en juego la propia vida como apuesta transformadora. Pero su tragedia es que, aunque portadora de sueño, nunca encuentra la grieta real por donde filtrarlo. La suya es la potencia sin acto. Sueña con el fuego, pero el Edificio es de amianto. Randa es la voz de lo no codificado, el salmodiador cuya palabra termina horadando la superficie. Randa, como un fantasma, enuncia lo que no encaja, lo que incomoda. Y por eso mismo se vuelve figura central pese a su ausencia en el presente: el que habla desde un saber lateral, revelador. Tusa ¿su predecesor? ¿Cuántas veces ha ocurrido esta historia? ¿Es el infiltrado un singular o un serial? ¿Existe, realmente, algo como una infiltración, o todo está ya previsto en el diseño del Edificio?

En este triángulo narrativo —Randa, Urga, Tusa— se dibujan los límites de lo posible en el Edificio: el control, la conservación, la repetición. Son ellos quienes sostienen la apariencia de estabilidad, quienes permiten que el Edificio no colapse ante la falta de dirección. Y, sin embargo, también son prueba viviente de la negación del deseo: ninguno anhela, o quizás solo Urga, y ninguno inaugura el deseo cuando apunta a lo imposible.

Portada de la novela ANTA publicada en Libros del Futruo
Una novela de DAVID MONTEAGUDO
ISBN: 978-84-127586-2-7 130 x 205 mm
Rústica con solapas 196 páginas
OBRA GANADORA DEL I PREMIO PEDRO CARBONELL CASTILLERO
DE NOVELA CORTA (FANTASÍA Y CIENCIA FICCIÓN)

Por eso, el núcleo de la novela no es solo el Edificio como sistema cerrado, sino la imposibilidad de generar deseo en su interior.

Lacan decía que el deseo no es lo que queremos, sino lo que nos falta. No se satisface: se articula, se inscribe, o se reprime. Y esa inscripción —la posibilidad de que el deseo encuentre un lugar en el lenguaje, en la ley, en el Otro— no siempre ocurre. De hecho, el drama comienza cuando no puede inscribirse, cuando queda fuera del sistema simbólico que da sentido al mundo. Ese es el escenario donde habita El Edificio.

El Edificio no es solo una alegoría distópica: es el espejo cruel de nuestro tiempo. Allí, el deseo es ruido, anomalía, algo que desestabiliza. El orden —cerrado, autorreferencial, casi divino— no admite lo que no puede nombrar, lo que no puede calcular. Lo quiere todo previsto, todo encerrado en protocolos. Pero siempre hay alguien que sueña, alguien que canta mal, alguien que cae. Y es en esa grieta donde brota la pregunta: ¿qué ocurre con los que no logran inscribir su deseo?

El infiltrado intenta despertar en Frona algo más que el impulso biológico: un goce, una libertad interior, una fractura que sacuda el orden. Pero esa tentativa, que al principio parece heroica, termina revelándose ingenua, incluso funcional: el sistema tolera la desviación, porque sabe que acabará agotándola.

El segundo polo central de la novela es justamente ese: la necesidad de crear un afuera ficticio para legitimar un adentro que no se sostiene por sí mismo. Como ocurre en los sistemas totalitarios o en los relatos distópicos más afilados, se necesita imaginar un Otro —una misión, un enemigo, un paraíso perdido o prometido— para justificar la clausura. Pero aquí, ese afuera es pura alucinación, un simulacro diseñado para impedir la verdadera fuga.

En cuanto a la forma narrativa, David Monteagudo ejerce su habitual dominio del tono y la tensión. Su prosa —contenida, pulcra, pero siempre al borde de la inquietud— sabe jugar con el ritmo de lo cotidiano y la irrupción de lo extraño. La voz del infiltrado, sin estridencias, como la de una regresión a la infancia, mantiene una lucidez erosionada con el avance de las páginas, sin que el lector sepa exactamente cuándo comienza su asimilación. Hay en Monteagudo un gusto por el detalle funcional, por los gestos mínimos, por las escenas que parecen inocuas pero que encierran una violencia latente. Como en sus otras novelas, el horror no se manifiesta con ruido, sino con una lógica aplastante que nos lleva al límite de lo pensable.

No se trata de una distopía más. En todo caso, estamos ante una ontopía: una configuración cerrada del ser, un dispositivo que impide el deseo no mediante la represión, sino mediante su sustitución por el hábito, la función, la reiteración.

En esta novela ganadora de la primera edición del Premio Pedro Carbonell Castillero, Monteagudo nos entrega no solo una historia poderosa, sino una arquitectura simbólica de extraordinaria densidad. Nos recuerda que la literatura sigue siendo el mejor lugar para explorar lo que los sistemas niegan: el temblor del anhelo, la grieta del sentido, la imposibilidad de la redención.

Y lo hace con una escritura precisa, sin concesiones, pero profundamente literaria, que honra la inteligencia del lector y nos deja, al cerrar el libro, con la sensación de que acabamos de salir de un lugar al que, de algún modo, pertenecemos, atrapados en nuestro propio Edificio, un espacio donde el deseo busca, incansable, la inscripción que siempre se le niega.


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