La mujer paseaba por la habitación envuelta en una tensa calma, nerviosa, a la espera de que llegara su marido. Había mandado a sus tres hijos a la mesa, de donde no debían moverse. Todo estaba preparado para la cena de Navidad. Todo menos aquél imprevisto. ¿Cómo se lo diría? ¿Cómo lo tomaría él en una fecha tan señalada? El padre llegó sobre la hora habitual, se desprendió de los guantes, dejó el abrigo en la percha, besó a su esposa en la mejilla y se extrañó de que tan sólo ella lo recibiera. ¿Pasa algo? ¿Dónde están los niños? Justamente de eso quería hablarte, querido.
Había sido una sorpresa hallar el cesto delante de la puerta. Quien fuera que había dejado allí al bebé, de apenas unos días, no se había molestado ni siquiera en llamar al timbre. «Que tanto como hay en esta casa sirva para que este niño sea feliz», rezaba en la pequeña nota que encontraron en el cesto. Al padre no le gustaba que los consideraran “ricos”, pues valoraba —más allá de los bienes materiales que poseía su familia—, el sacrificio, la solidaridad, la rectitud moral o la bondad; principios que regían tanto su vida como la convivencia familiar. Creyó el matrimonio que el niño debía de proceder de humilde familia, pues prefería pasar tiempo en el campo, rodeado de naturaleza, recolectando flores o miel. Poseía un don natural para los animales, éstos se le acercaban por doquier y, al observarlo desde lejos, se tenía la sensación de que conversaba con ellos. Después del colegio, llegaba a casa con frutos que él mismo recogía o con alguna ardilla correteándole por la cabeza. Adoraba la naturaleza, donde reside el más alto saber, donde todas las formas están diseñadas a la perfección, en una armonía que el hombre jamás igualará. Sólo hay que admirarla, contemplarla, para obtener de ella la gracia de la vida. Por supuesto, no mostraba el menor interés por la biblioteca del padre, en la que sus hermanos pasaban horas aplicados al estudio, leyendo, o escuchando las peroratas con las que éste los ilustraba unas veces, aleccionaba otras, de cómo debían regirse en la vida si pretendían el éxito y la gracia del señor.
Un día el padre lo llamó al despacho y le dijo: Éamon, hijo mío, andas demasiado distraído. Si sigues así, no podrás ir a la universidad para formarte como un hombre de provecho. Toma el ejemplo de August, será un gran abogado y procurador, o el de Liam, en la senda de convertirse en un prestigiado médico. Quizá te interese el campo de la ingeniería, Samuel podría ayudarte. Pero a mí lo que me gusta son las plantas, los animales, no quiero ser ingeniero ni médico. ¡No me repliques! ¿Acaso crees que recolectando hierbitas podrás sobrevivir? No seas necio y aprovecha tus talentos, serás químico o veterinario, la industria farmacéutica te ofrecerá oportunidades para hacer carrera. ¿Cómo iba él a aprender química orgánica? ¿Qué sabía él de métodos experimentales? Éamon no atendió a los requerimientos del padre, bondadosos al principio, hirientes y coléricos después: dejó de ir al colegio y los más de los días los pasaba perdido en el bosque o en la la montaña. El padre, desquiciado por la necedad del hijo, le pidió que se marchara y no volviera hasta ser un hombre de provecho: no mancillarás con tu díscola obcecación el honor de los Kauffman.
Nadie se atrevió a contravenir la orden del padre. Éamon, abatido por la imposición, pudo sentir cómo a su madre se le hacía un nudo en la garganta mientras sus hermanos guardaban silencio. Con los años, éstos se casaron y fundaron sus propios hogares entregados a sus carreras, pero un fondo de espesura habitó por siempre en el sentir de cada uno de ellos. Cuando se reunían, no se mencionaba a Éamon, aunque de alguna manera soterrada palpitaba aquel muchacho que no quiso aprovechar la oportunidad que la vida le había dado.
Una Navidad, después de muchos años, los Kauffman se reunieron al completo: August y Victoria encarnaban la armonía, daba gusto verlos con sus cinco hijas: Sara, Leila, Leia, Denia y Ruth. Liam y su mujer, Natalia, habían formado un ejército con Elmo, Aroon, Caleb, Conrad y Daniel. Y Samuel junto a Teresa, simbolizaban la perfección con otros cinco vástagos: Frederic, Fletcher, Freeman, Jessica y Laura. Los veintitrés miembros de la familia comieron y bebieron. El viejo Kauffman, henchido de orgullo al contemplar su obra, se excedió con en el vino, o quizá fue con la carne, o con los licores, quién sabe. El caso es que la mañana siguiente amaneció pálido, incapaz de dar un paso. Las fiebres, los espasmos, vómitos y otros desajustes persistieron en aquellas horas tempranas y más aún en los siguientes días, en los que los remedios administrados por Liam, prestigiado médico, no surtían efecto alguno. Se corrió la voz de que un veneno estaba matando al viejo. La muerte cercana se presagiaba irremediable. Arrepentido de sus pecados, le rogó a Dios que lo perdonase. Haré lo que sea por ver crecer a mis nietos. Al día siguiente de ese acto de secreta contrición, justo antes del último suspiro, un hombre enjuto, de largas barbas azules, cubierto por una túnica blanca, llamó a la puerta. Calzaba unas sandalias de esparto y contaba con un pequeño zurrón como todo atuendo. Se dice que el mal entró en esta casa. ¿Quién es usted?, preguntó la madre. Del zurrón sacó un botecito del tamaño de un dedal. Que tome cada mañana una infusión de estas hierbas o al día siguiente morirá. La madre miró el pequeño frasco. ¿Qué es esto? Dos partes de ciclamen por una de moringa más media de artemisa. Le harán efecto si las busca con sus propios ojos y las coge con sus propias manos. Sólo así, recolectando estas hierbas, podrá sobrevivir.
Luego desapareció envuelto en una nube de polvo, tras el aroma del tomillo o del hinojo recién cortado.

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