Un ensayo sobre la narrestesia contemporánea y la inflación narrativa
En un tiempo de catálogos infinitos y ficciones que se consumen como píldoras, algo esencial se ha desvanecido: la capacidad de conmovernos. Este ensayo explora la «narrestesia», ese curioso entumecimiento emocional frente a las historias, y busca entre los restos de una sobreexposición narrativa el rastro de una verdad antigua: que una buena ficción aún puede salvarnos del hastío.
Una época en que la ficción nos transformaba
Hubo un tiempo, escribió Javier Marías —con esa mezcla de desdén aristocrático y ternura secreta tan suya— que todo sucedía en la ficción. En el cine, sobre todo en el cine. Allí se amaban los que no podían amarse en la vida, allí morían los inmortales y resucitaban los caídos, las palabras pesaban y los silencios denotaban. Lo vivido palidecía frente a lo proyectado. La ficción emergía el lugar privilegiado de la intensidad.
Los griegos —los primeros en otorgar categoría filosófica al relato, el mito frente al logos— vislumbraron que el sentido de la tragedia no reside en el padre muerto a manos de Edipo, sino en el público conocedor de que lo asesinará y, aun así, se conmueve en cada acto. Es la paradoja del saber: uno ya conoce el destino, pero no puede evitar temblar.
En estos tiempos digitales, por contraste, la ficción ha perdido esa magia; o, más perturbador aún, la conserva en dosis adulteradas, sin que logre afectarnos. No por intrascendente, sino porque hemos desarrollado un callo emocional, una gruesa capa de insensibilidad narrativa. Como quien sufre una narrestesia, dícese del curioso entumecimiento de la capacidad de las personas para creerse las historias. Resabiados, sentimos poco y, además, no confiamos en que nada nos trastoque. Nos hemos convertido en oráculos cínicos de nuestras propias narraciones: adivinamos los giros, anticipamos las trampas del guion, nos burlamos del sentimentalismo y, aun así, ¡seguimos mirando!
Resabiados, sentimos poco y, además, no confiamos en que nada nos trastoque.
Donde todo ha sucedido, ya nada nos sucede.
Hubo un tiempo, suscribo, en que el que asistía a una proyección de cine o al último capítulo de una novela decimonónica no regresaba indemne. Quien se entregaba a la ficción con la fe de los antiguos, con la vulnerabilidad de los aún no desencantados, era tocado por una forma de trascendencia menor pero no por ello menos perdurable: sentía más intensamente la vida, no a pesar de la ficción, sino gracias a ella.
Cecilia, protagonista de La rosa púrpura del Cairo, es precisamente una de esas criaturas anteriores al colapso narrativo de nuestra era. Una devota del relato, una consumidora en sentido sacramental. Sentada en la butaca, tiembla con los primeros fotogramas, su cuerpo —empobrecido, explotado, apenas sujeto por el deseo— se ilumina con un fulgor prestado. Cuanto acontece en el celuloide, la interpela. La vida en la ficción no es falsa, sino verdadera en otro plano. Cecilia no ve películas: las habita.

El espectador narrestésico
Si por una de esas trascendencias temporales Cecilia viviera hoy, deambularía como una espectadora apátrida entre catálogos infinitos de Netflix, incapaz de fijar el ojo en una historia, sin, al mismo tiempo, dejar de consultar la cotización de su alma en forma de notificación. No vibraría ya con los diálogos ni se estremecería con los giros del guion, porque la emoción se le habría evaporado por los poros de una sobrexposición narrativa. El espectador de este tiempo —y en esto Cecilia sería uno más— ya no siente. O lo hace con una intensidad domesticada, degradada, amortiguada por el exceso de acumulación. Se ha entrado en una era donde la narrestesia, el entumecimiento del alma narrativa, se extiende como una plaga. Como el adicto a los analgésicos, el narrestésico vive entre historias sin verse afectado por ellas. Y he aquí lo trágico: el narrestésico, intoxicado de argumentos, no es un cínico, no es un descreído.
Resulta un zombi emocional: alguna vez vivió a través de las palabras y las imágenes, pero ahora se desplaza por la ficción como un alma en pena: nada lo mata, tampoco nada lo devuelve a la vida.

Si lo raro conmueve; lo habitual apenas roza. No porque el contenido se agote, sino porque el contexto lo neutraliza. En este sentido, la ficción ha sido víctima de su propio éxito: cuanto más se produce, cuanto más se consume, más se desvaloriza su capacidad de afectarnos. Antaño, una sola historia nos acompañaba durante semanas, o meses, o años. Volvía uno a casa con una escena en la cabeza, se revivía, discutía, incluso se corregía en secreto con la fantasía. Ahora, en cambio, cuando una serie termina, la aplicación —con su voz dulce, implacable— ya sugiere la siguiente, como si la anterior no hubiera existido. La historia ya no requiere poso, ni duelo, ni digestión.

Se ha producido, por así decir, una banalización de la narrativa por abundancia y empacho, y su efecto más perverso no es que se deje de consumir, sino que se consuma sin fe, como se traga una aspirina: con la vaga esperanza de que algo ocurra, sin entusiasmo ni convicción, y, sobre todo, sin memoria.
Para colmo, una de las metamorfosis más tristes —y acaso más irreversibles— del espectador moderno no es su pérdida de sensibilidad, sino la jactancia que exhibe por haberla perdido. Como si esa nueva impermeabilidad frente a la ficción —ese descreimiento automático, de vigilancia sentimental— no lo despojara de algo esencial, sino que, por el contrario, lo consagrara como un sujeto superior, restallante, sofisticado. Lo cual es, si uno lo piensa con crudeza, descorazonador.
Ante ese espectador blindado por prestigio o desafectación, las películas, las novelas, los cuentos —antes vía de escape, espejo o consuelo— se han vuelto para muchos un campo minado que pone a prueba su escepticismo. De ahí que su relación con la ficción se asemeje, cada vez más, a la de un organismo que, tras años de excesos, ha desarrollado una forma perversa de autoinmunidad. El símil endocrino no es gratuito: como el cuerpo que desarrolla resistencia a la insulina por saturación de glucosa, así el alma narrativa del espectador ha desarrollado una resistencia al pathos, a la emoción. Pero no la lamenta, sino que la celebra como un signo de madurez, de inteligencia, de superioridad cultural. El espectador blindado no es, por tanto, solo el inocente adormecido de antes, sino una figura más cruel consigo misma, más lúcida y triste, que ha confundido la capacidad crítica con la apatía y la vigilancia con el mérito.
Esperanzados, tal vez se pueda confiar, no ya en el poder de la ficción, sino en el desgaste inevitable de su abuso. Porque incluso las formas más adaptativas, últimas —esas que emergieron para sobrevivir a la saturación— muestran signos de fatiga. Esas narrativas deshidratadas y portátiles nacidas en las redes sociales como cápsulas de experiencia inmediata, microrelatos vividos o fingidos de una autenticidad indiscutible, supuestamente capaces de restituir lo que la gran ficción ya no conseguía —la emoción cruda, sin armazón— también empiezan a exhibir su falsedad, su repetición, su impostura emocional.
La inflación también ha alcanzado al neorrealismo narrativo del ciberespacio.
¿Es posible una resurrección del relato?
Tal vez, entonces, el colapso completo nos devuelva al lugar donde todo comenzó: a la necesidad de una historia que no se consuma en un clic, que no pueda resumirse en un hilo de cinco tuits, que no prometa ni adicción ni redención, sino simplemente la posibilidad de vivir, por un instante, otra vida.
No será una multitud la que vuelva. Estoy convencido. Seremos una minoría clandestina, casi secreta, de seres aún sensibles a los temblores de una frase, a los tonos de una voz escrita, a la lentitud del relato que se toma su tiempo para herir.
Seres que no se avergüenzan de dejarse llevar, ni de declararse vencidos por una ficción, ni de confesar —quizá con pudor— que un personaje de ficción nos ha salvado del hastío.
Porque, a fin de cuentas, no existe antídoto más eficaz contra la muerte que la experiencia de una historia que, aunque sabida, porque todo ya ha sucedido, nos vuelva a atravesar.
Y si eso ocurre, no será gracias a la técnica, ni al algoritmo, ni al marketing. Será gracias a la palabra —la palabra bien puesta, la palabra justa, certera, envenenada— que aún conserve el poder arcaico de conmover. Como en los viejos tiempos. Como en el relato de la infancia. Como cuando Cecilia, frente a la pantalla es interpelada desde dentro de ella.
Si esta reflexión te ha removido —aunque sea un poco—, te invito a compartirla, comentarla o, simplemente, dejar que repose. Porque quizás, incluso hoy, una historia aún pueda atravesarnos.

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