La señora Wissel me había dado clases de piano desde los siete años. Los Wissel vivían en la última casa a la salida de Guntown, en dirección a Nava Tees, junto al estanque, rodeados de ocas y patos. Debía agradecerle que a partir de los diez empezara a corregirme con mayor firmeza, siempre atenta a mi desempeño. Al señor Wissel solo lo veía en la iglesia los domingos, cuando acudían juntos a misa. Él me sonreía y me regalaba caramelos de regaliz a la salida. Después de cinco años, en los que acudí martes y jueves por la tarde al salón de su casa, llegado el octavo mes de su primer embarazo, me dijo que interrumpiríamos las clases por un tiempo, pero que, si quería, podría ayudarla con los recados. Jim no está nunca en casa y necesitaré alguien que me traiga pañales de vez en cuando. Una tarde, en la que además de pañales me había pedido cervezas, un bote de Peptobismol y una bolsa de nachos, me recibió con una mirada turbia, aún sentada en el sillón en el que le daba de mamar al niño. Dejé la compra en la cocina y recogí los platos del desayuno sobre los que se despachaban a gusto varias moscas. ¿Necesitará alguna cosa más? No te vayas todavía, Clara, en cuanto termine te pago. Siéntate. En la tele, Popeye engullía botes enteros de espinacas. A mis doce años me sentía demasiado mayor para los dibujos animados. Prefería mirarla a ella. Debido al calor pegajoso, húmedo, aquella tarde se había cubierto únicamente con una bata fina, casi transparente. Me resultaba imposible no observarla más de lo debido, absorta en la succión, también en su contorno. Se arrellanó, estiró una de las piernas y me colocó el pie justo a la altura de la rodilla. Me pareció que tenía unos dedos bonitos. ¿Quiere que se las pinte? Ven, cógelo, creo que ya no quiere más —me lo ofreció con desgana y hasta cierto hastío. Todavía le salía leche del pezón. ¿Puedes traerme el sacaleches? Está en la habitación, encima de la cama, o en el cajón de la mesita. Dejé al niño en la cuna, después de que eructara y fui a buscar lo que me había pedido. Al volver, se había abierto la bata, le quedaban al descubierto los pechos rebosantes de viscosa generosidad. Me acerqué con la intención de colocárselo yo misma, pero apartó el artilugio de un manotazo. Ven, dijo, e hizo un gesto inequívoco para que me sentara a su lado. Dudé por un instante, mientras le contemplaba el pelo alborotado, el sudor en el cuello, la respiración agitada. Algunas gotas de leche le surcaban el abdomen, todavía fláccido, parecía que las hubiera llevado intencionadamente hasta allí. No tardó en acomodarme en su regazo, como si fuera su niña grande. Quedé zambullida en el aroma materno de su piel, un olor a natillas o a galletas de mantequilla. Empezó por acariciarme el pelo, en la nuca, a la vez que, con una ligera, pero inequívoca determinación, me condujo hasta el manantial del que hacía un instante había mamado su niño. Chúpame, me susurró. Le manoseé el pezón para asegurarme de que no era un sueño y me lo llevé a la boca. Olía a saliva, a la saliva del bebé. La leche empezó a manar con fuerza entre tímidos gemidos. Con una mano ella me enredaba el pelo o me recorría la espalda, bajo la blusa. Con la otra, se buscaba la entrepierna. No pares, Clara. No pares, me decía. Hipnotizada por el movimiento circular de la mano, deseé que no tardara en llevarme hasta allí.

Clases de piano con la señora Wissel

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Comentarios
2 respuestas a «Clases de piano con la señora Wissel»
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Clases de piano con la señora Wissel:
un relato inquietante y perturbador que genera una atmósfera incómoda. Escrito en primera persona desde una supuesta inocencia que resulta no ser tal. Narración llena de detalles sensoriales y de referencias arquetipicas (maternidad, lactancia…) para enmarcar la tensión entre dos polos psicológicos: cuidado y dominación (la profesora encarna al mismo tiempo la norma pedagógica y la transgresión), inocencia y corrupción. Relato que coloca al lector frente a sus propias fronteras éticas. Tensión erótica (inesperada) que te deja un regusto amargo. Tengo curiosidad por saber cuál es la lectura (quizás lacaniana?) del propio autor-
Gracias por tu lectura detallada y atenta, Albert. El relato pretende transmitir puro goce y transgresión, una membrana desde la que acceder al «a» minúscula, el objeto causa del deseo, encarnado, nunca mejor dicho, en esa protuberancia, en el pezón nutricio como reclamo, intersticio de los tres registros: el real (la leche que consagra a la madre-cuerpo), el imaginario (la posibilidad, no prevista, de acceso) y el simbólico (el pezón como significante de conexión y reconocimiento). Con todo, me quedo con tu lectura, tampoco exenta de una mirada psicoanalítica, en esa tensión entre el cuidado y la dominación, la norma y violación de esta, lo corrupto como opuesto al Tánatos, por paradójico que resulte. Acaso, solo el sexo pueda operar como antagonista de la muerte.
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