El matrimonio circula en dirección a Sitges por las costas del Garraf a bordo del imponente Porsche Mission E. Un lugar infecto, piensa la esposa, que sigue a la espera de que el padre se pronuncie; pero éste sigue concentrado en la conducción mientras maldice a los ciclistas, obesos y sexagenarios, enlentecen la vía en busca de una juventud imposible, hecha de sudor y esfuerzo.
—A ver si esta vez tenemos más suerte —dice ella con el rostro enjuto, serio, y la mirada perdida. Es un domingo soleado, límpido, de diáfanas vistas, temperaturas altas y agradables que compensarán los días de lluvia y frío con el que ha empezado diciembre. A su izquierda, el mar luce inacabable, casi una invitación al baño o a un paseo en yate.
—Estos cabrones deberían irse a Lourdes, a ver si la Virgen hace un milagro con ellos.
—Porque la verdad es que ya no sé con qué nos vamos a encontrar —prosigue la madre.
—¿No podrían ir por una carretera con arcén?
—No sé, lo he visto tan entusiasmado; bueno, me llamó desde Shanghái con una ilusión como si le hubiera tocado la lotería, o algo mejor.
—¿Qué dices?
—El niño, que esta vez lo veo más entusiasmado, pero que a ver con qué nos sale.
—Tú, que no estás contenta con nada. No sé qué tenía Lucía, era educada, tranquila, guisaba bien, era prudente y hablaba poco.
—¿Prudente? Rodrigo, por favor, esa chica tramaba algo, estoy segura. En cualquier caso, espero que no sea peor que la otra, ¿cómo se llamaba, Bailey? —mira a su marido, una vez más, cuando éste frena bruscamente tras desistir de un adelantamiento acompañado de una blasfemia peor que la anterior—. ¡Ten paciencia, Rodrigo, por favor! No sé por qué no coges la autopista, no me quiero perder por nada del mundo la comida de hoy, y mucho menos porque atropelles a un ciclista. Mira, ya me da igual que sea guapa, joven o con carrera.
— Daylis, se llamaba Daylis, era portorriqueña.
—Portorriqueña o jamaicana, me conformo con que sea una persona decente.
—Decente. ¿Decente como tú? —la mujer lo mira con tanta fijeza como asco.
—¿Te has tomado las pastillas, Rodrigo? —Teresa carraspea tras la pregunta—. No quiero estar todo el camino de vuelta pendiente de que te vayas a orinar encima o a marear, como la vez que subimos a Olot.
—Te huele el aliento, Tere.
—Sí, y el culo también me huele —la mujer aguanta la respiración y calla, frunce el ceño y se concentra en el azul inmenso a su izquierda. Pese a la bondad climática, concluye que el día no augura nada bueno. Mira de nuevo a su marido y una regurgitación le devuelve la acidez licuada del café con leche de la mañana, casi un cuajo.
El resto del camino lo hacen sumergidos en un silencio espeso. Desde muy arriba, el sol impacta contra los vehículos, no hay nubes a la vista que amenacen el esplendor del mediodía, ni la calidez de las horas venideras en las que los domingueros disfrutarán de un paseo a la orilla del mar o de un café bañado por la tibieza del atardecer. Al llegar a Sitges, las casas se esparcen a un lado y al otro de la carretera, espléndidos chalés de vistas privilegiadas, amparados por la espesura de la montaña y la seguridad privada, construcciones bajas pero majestuosas, de mastines bien adiestrados en jardines inmutables; pequeñas mansiones por las que el sol se derrama en su interior delicadamente, atraviesa los ventanales e inunda las horas centrales del día de una felicidad al alcance de pocos.
En uno de esos chalés, Javier espera la llegada de sus padres. Se ha levantado primoroso como el día, ha desayunado unos cereales integrales procedentes de Irán, té blanco y un poco de aguacate malayo con cítricos. Más tarde, ha bajado a la piscina y se ha marcado cincuenta largos —nadar le ayuda a despejar la mente, a concentrarse en las cosas verdaderamente importantes, a establecer prioridades—; le gusta sentir la potencia de los músculos, sincronizados de manera milimétrica y casi sin esfuerzo con la respiración y, así, aislado del mundo durante media hora, se conecta con su centro energético. Hoy es un día importante, piensa, y se ha preparado bien; no sabe todavía si será peor la reacción de mamá —la intuye—, o la de papá; aunque por otro lado se pregunta: ¿no han querido siempre alguien perfecto para mí? Al salir del agua se envuelve en el albornoz. Cubierto por la tela absorbente se dirige hacia la ducha para librarse del cloro y vestirse para la ocasión, quedan un par de horas antes de que lleguen sus padres. Sabe que quedarán impactados y podrá, por fin, justificar los casi cuatrocientos mil euros que le dio papá para el proyecto. Es bastante dinero, hijo, ¿para qué lo quieres? No es ningún capricho, Rodrigo —no lo llama papá cuando quiere llamar su atención ante un hecho importante—; en su momento lo entenderás. Javier está satisfecho, las pruebas en Shanghái no le habían dejado dudas, muy al contrario, se había convencido de que tomaba la decisión correcta: pronto, muy pronto, se convertiría en uno de los pocos en el mundo. ¿Cómo era el término concreto con el que los denominaban, digix?
Tras la sesión de baño, le reclama a Mía el masaje de rigor. Le gusta la presión de las poderosas y ágiles manos en la espalda, dedos delicados cuando es necesario, manos rudas si la contractura lo requiere; en todo caso, aprecia la sugerencia con que ella lo trata, pues sabe aplicar la fuerza justa en el punto exacto, con la intensidad propia y no más del tiempo preciso en cada músculo. Gozoso, relajado, se entrega como un gato al placer del contacto. Fantasea con la llegada de sus padres y con la expresión del rostro de Rodrigo y Teresa, así se dirigirá a ellos en el momento de presentársela. Con solemnidad. Con determinación. Envuelto en la imaginación, se deleita sumergido en un mar de posibilidades. Cuando Mía le recorre la espina dorsal, como solamente ella sabe hacer, no puede por menos que decírselo.
—Nunca nadie me ha masajeado así; lo sabes, ¿verdad?
—He de creerte, no tengo referencias contrastables que me permitan corroborar lo que me dices.
—Quizá podría proporcionártelas.
—Las registraré encantada. Aun así, no podría tener la certeza de que tu afirmación se ajuste a la verdad, las emociones son efímeras y a menudo se confunde su recuerdo con el registro sensorial producido. La huella mnémica no coincide unívocamente con la vivencia y la primera se ve amplificada o menoscabada en función de otras experiencias posteriores, con las que se la comparará; lo que permite concluir, según los estudios de mayor relevancia en esta materia, que con cualquiera de tus otras parejas podrías haber sentido una plenitud igual o mayor a ésta y desmerecerla ahora, bajo la estimulación que te proporciona mi masaje.
—Me encanta como te expresas.
—Lo sé. ¿Te apetece que te la chupe?
—Ahora no, después de comer, ya sabes que la glucosa y el alcohol, en su justa medida, me ponen tontorrón.
—Como prefieras, cielo —Javier piensa por un instante que no le suena del todo natural cuando Mía lo llama cielo. Deberá hacer algo al respecto.
—¿Está todo listo?
—Todo listo, amor, he seguido cada una de tus indicaciones, no he dejado nada sin revisar. Tus padres quedarán plenamente satisfechos —antes de que Mía continúe con las tareas, la besa en los labios y se deleita gustoso con el intenso aroma de su saliva.
—He cambiado de idea, Mía, mejor plánchame la camisa roja, necesito una prenda que me confiera determinación y arrojo.
—Claro, cielo, ahora mismo —la mira mientras ella abandona la habitación y aprecia, una vez más, el contoneo al caminar que jamás pierde, como si se moviera exclusivamente para mantener vivo su deseo.
Un poco antes de lo previsto, los potentes ladridos de Max y Tender alertan de la presencia de un vehículo frente a la vivienda. Javier mira hacia el monitor del circuito de video vigilancia y comprueba la presencia del Mission E frente a la valla. Se vuelve hacia el reloj flotante del salón y pronuncia el código. La puerta exterior se abre de inmediato y deja el paso libre. El coche avanza sigilosamente hacia el interior de la parcela, a través de cuya ventanilla Teresa aprecia el esplendor del jardín. Pese a la época invernal, los falsos pimenteros flanquean el camino hasta la zona de estacionamiento como Welsh Guards y, en contraste con las prímulas, florecidas prematuramente, el entorno les ofrece un sutil recibimiento. La grama americana luce frondosa incluso en las zonas más áridas de la parcela, justo donde las washintonias y los palmitos compiten acérrimamente por el protagonismo. ¿Será paisajista? Teresa se lamenta de las deplorables condiciones en las que encontró el jardín la última vez que asomaron por la casa. ¿Tanto tiempo ha pasado? Una vez estacionado el Porsche bajo la cubierta de madera, se abre automáticamente la puerta del coche y se oye el ladrido de los perros; para ese instante, Javier ya ha salido a recibirlos. El sol, directo en los ojos de Teresa, le impide apreciar con nitidez la estampa del hijo; ha de caminar diez o doce pasos y protegerse bajo la sombra de uno de los pimenteros para contemplar la bella figura de su primogénito. ¡Qué guapo esta! Ante sumo esplendor, se le diluyen los miedos como sal en el agua, la imagen radiante del hijo no puede significar otra cosa: la decisión tomada habrá sido definitiva y posiblemente acertada, jamás lo ha visto con un fulgor tan intenso en la sonrisa. Tras los besos de rigor, padres e hijo entran en la mansión y ésta, al igual que el jardín, también llama la atención de Teresa. Parece recién pintada, los muebles se muestran bien dispuestos, sin una mota de polvo, lucen con magnificencia y huele a limpio como nunca ha olido en esa casa en la que Javier, pese a su buena posición, jamás encuentra un buen servicio con que mantenerla limpia y ordenada. No es el caso en esta ocasión, el menor detalle ha sido cuidado con esmero. A Teresa le llama la atención una colección de fotografías de Javier dispuestas en marcos dorados frente a la chimenea, casi una decena, de diferentes épocas y situaciones: en el colegio, en carnaval —disfrazado de Bob Esponja—, en el instituto, en su graduación, etc. De la playa hay dos, una con sus amigos y su novia de entonces, Genoveva, y la otra con aquella otra novia un poco gordita, ¿cómo se llamaba?, Teresa no recuerda el nombre. Pero la que mayor gozo le produce es una en la que aparecen los tres, padre, madre e hijo, en la boda de su hermana. Natalia había insistido en pedirle la cámara al fotógrafo y tomar ella misma una foto de sus padres y hermano. Los tres daban muestras de una felicidad casi etílica, para ese momento habían dejado atrás los nervios de la ceremonia, los miedos porque algo saliera mal, se habían despachado a gusto durante el banquete y habían bailado. Natalia los pilló así, al natural. Padre e hijo mostraban una mirada de complicidad, diríase que inédita, y ella, la madre, en medio de ambos, se mostraba pletórica, el brazo de Rodrigo la arropaba desde el cuello hasta el pecho y Javier parecía complacido con una mirada dividida entre el brazo y su padre. Había en la expresión de la Teresa de la fotografía una mezcla de satisfacción y también deseo, contenido, pero deseo, al fin y al cabo, al saberse abrazada y querida por su esposo e hijo frente al objetivo. ¿Qué más podía pedir? Es tal la satisfacción de encontrar esa fotografía entre las otras, que abraza a Javier por la cintura y le pregunta: ¿dónde la has tenido tanto tiempo?
Después de un rato —en el que Teresa no ha dejado de agudizar el oído para anticipar la presencia en la casa de la nueva pareja de Javier— salen a la terraza, orientada al sur, a tomar el aperitivo, servido sobre la mesa auxiliar.
—¿Bueno, es que vamos a tener que esperar al café para conocerla? —Teresa se impacienta mientras Rodrigo saborea los canapés de vieiras acompañados de Campari. Padre e hijo conversan apoyados en la barandilla que da a la piscina, mientras la madre persiste en otear el interior de la casa en busca de alguna pista que le anticipe la presencia de la chica. Cuando menos lo espera, llega Mía con una bandeja de croquetas y las deja sobre el mantel. Es una chica alta, como Javier, delgada, pero de exuberantes formas, rostro aniñado, angelical, se diría, y labios gruesos, excesivos —considera la madre—. Media melena con flequillo recto, cuello estilizado y definidas clavículas.
—Teresa, Rodrigo, os presento a Mía.
—Mucho gusto —dice Mía con un acento ligeramente afrancesado y metálico. Los padres, de entrada, no aciertan a responder. El silencio dura más de lo previsto, así que Mía, prosigue. —Tenía muchas ganas de conocerlos.
—El gusto es nuestro —reacciona por fin el padre. Javier toma a Mía por la cintura y ambos quedan frente a Teresa como si posaran para un artista.
—Di algo, mamá, que no es para tanto.
A Teresa no le salen las palabras. Se acerca hasta la chica, o lo que sea que tiene delante, con la intención de tocarla, pero no se atreve. Javier la insta con la mirada. Finalmente, la tienta, como si fuera ciega y quisiera cerciorarse mediante el tacto de la fisonomía y complexión de la mujer; Mía no opone resistencia ni se muestra recelosa, está acostumbrada a que la toquen. Realmente, la muñeca es de una perfección insólita, al tacto resulta, sin duda, humana y, en su conjunto, es una reproducción casi exacta de cualquier mujer; aunque, analizados por separado cada uno de los rasgos —la mirada, la expresión, la sonrisa, el movimiento de los labios—, ninguno de ellos alcanza la perfección. La mirada no consigue transmitir el amplio abanico de expresiones propiamente humanas y, por momentos, ésta parece no estar acorde con la sonrisa, demasiado exagerada siempre que se manifiesta. Es como si no se hubiera calibrado con suficiente precisión el conjunto de expresiones faciales, limitadas en el androide, o robot, o lo que sea que se abrazaba a su hijo y que tan feliz lo hace.
—Estoy encantado —les dice después Javier durante la comida—, siento que por primera vez tengo lo que quería —les habla del proyecto Prohum, en el que ha participado directamente como programador y el privilegio que esto le ha supuesto, pues sólo ha tenido que abonar parte de los costes para hacerse con Mía; no ha tenido que pagar el alto precio de los primeros ejemplares que han salido al mercado, tan sólo 30 unidades a casi diez millones de euros cada uno: 22 de aspecto femenino, 5 masculino y 3 andróginos—. Mía es una pasada, mamá; ha aprendido mis gustos y ha ajustado la manera de relacionarse a mis preferencias. Ha construido su personalidad, se podría decir, sabe cuándo dirigirse a mí, cuándo necesito silencio, tranquilidad o justamente todo lo contrario; se ocupa de las tareas domésticas, incluido el jardín, y, por otro lado, el consumo de batería está ampliamente optimizado. Además, si algo le pasara, Dios no lo quiera, toda la información que recopila y la hace única, todo lo que ha aprendido acerca de mí, está almacenado en un directorio virtual, encriptado, pero accesible, de manera que, en caso de un deterioro no previsto, recibiría otro ejemplar idéntico en pocas semanas. Es cierto que todavía no puede experimentar emociones, apenas se está empezando a trabajar en un sistema nervioso virtual, que la humanice, si cabe, todavía más, aunque esta fase del proyecto está ya avanzada y no tardará mucho en llegar. Estoy que me salgo.
Mía ha sonreído complacida con cada una de las explicaciones que ha dado Javier, mientras lo tomaba de la mano, lo miraba y se quedaba embelesada. Se les ve, en definitiva, completamente enamorados.
Rodrigo y Teresa han comido lo justo, ya que, pese a la bondad de las viandas, se les ha cerrado el apetito. La sobremesa transcurre con normalidad. La conversación resulta estimulante, especialmente para Rodrigo, amante de las finanzas, pues Mía maneja con solvencia criterios nada desdeñables acerca de criptomonedas y nuevos sistemas de intercambio de bienes. Posiblemente, a Rodrigo no le ha costado dejar de ver a Mía como un robot, pues ha conseguido familiarizarse o por lo menos da muestras de ello. No así a Teresa, que hierve todavía de rabia, no sabe muy bien por qué, pues Javier parece feliz, tiene en la mirada el brillo de aquellos que dan por seguro un futuro prometedor y plácido, repleto de estímulos y plenitud existencial. Tan insoportable es la incandescencia de Teresa, que abandona por un rato la tertulia y va a refrescarse al baño. Allí llora, luego se lava hasta que recobra la compostura. Sale erguida como un legionario, en busca de su marido, decidida a marcharse para no volver. No ha previsto, sin embargo, la escena con la que se encuentra en el salón. Padre e hijo se han sentado en el sofá con la mujer androide en medio de ambos. Entre ellos, aprecia una sonrisa de excesiva complicidad mientras le miran y manosean los pechos —la blusa abierta y los pechos generosos a la vista—. Teresa, incapaz de decir nada, vuelve sobre sus pasos y se encuentra frente a la chimenea con las fotografías de Javier. De nuevo, posa la mirada sobre la fotografía que les tomó Natalia el día de su boda, a ellos tres, felices y radiantes y, por un momento, ya no le parece que las miradas entre padre e hijo en la fotografía sean de complicidad, sino que hay un deje de burla compartida, una salacidad no declarada, ante el generoso escote que ella misma lucía ese día; y que la mano con que Rodrigo la abraza y le cae desde el cuello hasta casi el pecho lleva más intención que la apreciada en un primer momento; y que Javier, de alguna forma, es connivente con ello. En un arrebato, estrella la fotografía contra el suelo y la hace añicos. Las risas, que hasta ese instante se oían de fondo en el salón, cesan de inmediato. Mía aparece por la puerta con una voz solícita y le pregunta:
—¿Disculpe, puedo ayudarla en algo? No se preocupe por el destrozo —tras decir esto, sonríe exageradamente.
Incapaz de permanecer un instante más en la casa, la madre sale al jardín y los dogos se le acercan a olisquearla; luego se tumban a la espera de alguna reacción por parte de ella. Teresa dirige la mirada hacia el mar, diáfano, inmutable, contempla las copas de los árboles, mecidas por la suave brisa que sube desde la playa, e inspira profundamente. Luego se sienta en el escalón, al lado de los perros, y se queda absorta en la mirada triste de uno de los dogos.

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