Los graznidos del grajo

En un país muy lejano, vivían un rey y una reina junto a su hija, la princesa. No habían conseguido tener más hijos. La reina, abrumada por no poder brindar un heredero al trono, quedó sumida en la melancolía. ¿Cuánto no daría por volver a ser madre?

Apareció una mañana en la puerta de palacio un cesto que contenía un bebé envuelto en un arrullo. Le preguntó el rey a su esposa por el hallazgo, pero esta se encogió de hombros mientras disimulaba una mueca de inmensa felicidad. ¿Quién lo habría dejado ahí? Intrigado, el rey hizo llamar la hechicera. Tampoco esta supo darle respuesta y se marchó con evasivas. Llevadlo al hospicio, sentenció el monarca, hasta que aparezca la madre. Pero la reina le rogó que lo adoptaran. Enternecido por los ojos implorantes de la criatura, por la belleza del rostro angelical, pensó el rey que le devolvería la alegría a su esposa. Pese a no descender de su sangre, acogió la criatura sin reparo. La reina mejoró su humor, entusiasmada por descubrir cada mañana las nuevas ocurrencias con las que el bebé le sacaba siempre una sonrisa. Colmada de amor, se volcó en él, lo enardecía y le brindaba cuantas atenciones reclamara. No escatimaba en regalos y con cada logro del nuevo hijo, se celebraba una gran fiesta en palacio. La princesa, hasta ese momento centro de atención, quedó relegada a la invisibilidad. Indignada, mudó su carácter y se volvió insidiosa: enrabietaba al niño, lo despertaba en cuanto se dormía, lo privaba de sus juguetes o le arrebataba los dulces de las manos, según fuera el caso. ¿Se puede saber por qué lo tratas así? Tú ya eres mayor, no deberías estar celosa.

Una tarde que quedó a su cargo, la princesa lo vio encaramado al alféizar. Rápidamente se abalanzó sobre él y, justo cuando ya lo sujetaba, apareció la reina. ¿Se puede saber qué pretendes?, le gritó. Incrédula, le arrebató el niño de las manos y la miró con un odio que le petrificó el corazón. El rey, que estaba demasiado ocupado en sus negocios, creyó la infamia de la reina. No eres digna de esta casa ni de este reino, le dijeron con amargura. Pasó la noche llorando la princesa, sin que sintiera consuelo por ello. Desolada, decidió que lo mejor que podía hacer era irse. Se cortó la rubia melena y, vestida con las ropas de un lacayo, apenas con lo que le cupo en un hatillo, al alba, abandonó el palacio. ¿Acaso alguien la echaría en falta? Después de un día y de una noche entera caminando, hambrienta por no haber conseguido nada para comer, se quedó dormida bajo un roble. La despertó el graznido de un grajo, insistente; de su pico dejó caer una manzana para el desayuno.  Guiada por el cuervo, se encaminó hacia terrenos más fértiles, donde encontró agua y comida con la que sustentarse. Si trataba de tomar otra ruta, el cuervo se desgañitaba en llamadas hasta que conseguía reconducirla. De esta suerte, como si el pájaro supiera exactamente hacia dónde la dirigía, caminó varios días.

Una noche, exhausta de tanto caminar, vio luz en un claro del bosque. El pájaro la llevó hasta una cabaña en la que halló un anciano que se calentaba frente al hogar. ¿Quién eres?, le preguntó el anciano. Una vez fui una princesa, ahora busco saber quién soy. El anciano la miró con incredulidad y condescendencia. Esta es una casa humilde, la tragedia la ha mancillado, no es lugar para princesas. Pero podrás quedarte en el granero y comer una vez al día mientras te encargues de cortar leña y de cultivar el huerto. Yo ya no puedo, no me aguantan las piernas, ni los brazos me responden. La primera semana la princesa aró la tierra y regó la cosecha, recogió cuantos frutos pudo, y el sábado, por indicación del anciano, fue al mercado a vender lo que había recolectado. De regreso, el anciano le dio una parte de las ganancias. Tras varios meses, había juntado suficiente dinero para comprar azúcar, un saco de harina y una libra de mantequilla. Elaboró entonces tartas de zanahoria y calabaza que vendía en el mercado. Las ganancias se incrementaron; cada vez traía más dinero al anciano, pero éste no mejoraba su ánimo. Lo encontraba siempre desganado, abatido frente al fuego.

Un domingo, la princesa le preguntó por qué estaba tan triste, si cada vez traía más dinero a casa. No hay suficiente dinero para sofocar la pena que me abruma. Le contó que después de dar a luz, víctima de unas fiebres tifoideas, a su mujer se le agrió la leche. Tuve que vender los caballos y las vacas, hipotecar la casa y malvender las tierras, ningún médico daba con la cura. Daría lo que fuera por poder salvarla, imploraba. Como si hubiera escuchado sus oraciones, una noche, a la caída del crepúsculo, llamó a la puerta una anciana. He oído que tu mujer está muy enferma. Que tome una cucharada de este brebaje al alba y otra a media noche. A cambio de la pócima, la anciana le pidió veinte monedas de oro. Ya no me queda dinero, ni tengo nada con qué pagarte. Entonces la anciana señaló al bebé con el mentón. Al cuarto día, a la esposa le bajaron las fiebres, a la semana recuperó la conciencia y el décimo primer día empezó a comer. Cuando, recuperada, preguntó por su hijo, el padre bajó la mirada. Antes de abandonarlo, la esposa lo maldijo: ojalá envejezcas un año por cada semana que pases sin mí. La princesa, al conocer la historia, hirvió de indignación.

Nadie la esperaba en palacio días más tarde, disfrazada con una túnica. Pidió audiencia con el rey. Apenas se le veían los grandes ojos y las largas pestañas. ¿Quién sois? ¿Qué queréis?, le preguntó el rey, con la convicción de que la mirada de la joven no le era desconocida. Tuve un hijo, dijo la mujer, pero caí enferma. Mi esposo lo vendió a vuestra hechicera a cambio del remedio que me salvó la vida. Sé que mi hijo está aquí. El rey, lleno de cólera, miró a la reina. La vergüenza le ensombreció el rostro y el rey ya no tuvo dudas. Os pido perdón, bella mujer, por cuanto daño os hayamos causado. De regreso a la cabaña del anciano, se descubrió el rostro y se quitó la túnica. Quién sabe si fueron las lágrimas del viejo al devolverle a su hijo o la risa jolgoriosa del niño o las estridencias del grajo o la presencia inesperada de la madre, pero allí mismo, fundidos en un abrazo lleno de magia, recuperó el anciano su juventud.

La princesa, satisfecha por su acción, prometió volver cada año, con la primera nevada del invierno. Desde entonces, vaga por mundos errantes guiada por los graznidos del grajo y envía postales, desde los recónditos países que recorre, a un palacio cada vez más lejano.


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