Continuidad de las hadas

La niña había ingresado a las cinco de la tarde, justo al acabar su turno en el hospital. Pero la doctora, tras contemplar el abismo, la súplica en los ojos de la madre, resolvió quedarse, hacerse cargo. Entubada la niña, condujo a la joven madre hasta la habitación en que la invitaba a descansar. La noche va a ser larga. Hasta que llegue un órgano, no podremos hacer nada. La madre insistía en que era la primera vez que la niña se quedaba sola, que habían sido tan solo diez minutos, que no sabía cómo había ocurrido, que al regresar a casa parecía simplemente dormida, como si le hubiera dado sueño mientras leía. Le mostró el libro, o libreta, más bien: “La agenda de las hadas”. La doctora la tomó con aquiescencia entre las manos mientras la madre se lo daba, distraídamente, como un encargo, como si en él le encomendara la vida de su hija. Luego quiso darle un abrazo, que resultó incompleto, diezmado, como si no se atreviera a acercarse del todo. Antes de salir por la puerta, la doctora le echó un último vistazo al pelo suelto de la madre, largo, sedoso, mientras esta perdía la mirada a través de la ventana en el alto edificio de cristal.

Una vez en el office, mientras se restauraba con un café bien cargado y una magdalena, la doctora se sorprendió hojeando el libro. En la portada de la curiosa agenda, sobre una flor de otro mundo, se desperezaba un hada como recién salida del sueño. Curiosa por el extraño cuaderno, se interesó en las anotaciones que había hecho la niña en los últimos días, tal como haría un detective en busca de pistas acerca del suceso. ¿Lo habría hecho a propósito o sólo había sido un accidente? No encontró nada extraño ni significativo: apuntes de tareas, el nombre de un chico, o de una chica, Aimar, no podía discernirlo, repetido en varias fechas, junto a corazones espinados o sangrantes dibujados a bolígrafo. Nada singular le llamaba la atención. Luego se adentró en cada uno de los cuentos. Uno hablaba de un hombre que no creía en las hadas, que las desmentía tras años y años de investigación. Otro contaba la historia de una madre, un hada en realidad, que salvaba a su hijo de las bombas en medio de una guerra incomprensible. Con cada una de las páginas la doctora, arrellanada en el sillón destinado al descanso, entre miradas curiosas del resto de compañeras, se sumía en un mundo de seres halados, etéreos, divertidos, jolgoriosos unos, desconfiados otros. Recorrió reinos amenazados por dragones, conoció a brujas o hechiceros capaces de secar los campos si no se satisfacía su avaricia. Luego, quedó atrapada por la historia de una princesa a quien un ogro había arrancado el corazón. El ogro exigía la completa rendición del reino, el derecho sobre cuantas doncellas hubiera en él, bacanales de niños tiernos bien cocinados y cuanto oro o riquezas se le antojaran a cambio de devolverle el corazón a la princesa. Ninguno de los valientes caballeros del reino, experimentados guerreros en sangrientas batallas, mostró arrojo alguno para enfrentarse al ogro y devolver la vida a la princesa. Con cada una de las líneas, la doctora volaba hacia un mundo amenazado de caer en la tiranía; quedó impregnada de los olores de ultratumba, humedecida por las paredes del foso, embriagada con los humores agrios de la princesa. Se emocionó sobremanera cuando, de entre la multitud de los aldeanos, apareció una joven, quizá hija de un campesino, que se ofrecía para salvar a la princesa. El consejero del rey, ante la falta de candidatos, con el gesto un tanto torcido, le entregó un mapa con útiles indicaciones para superar las trampas que encontraría en el camino: sólo si eres capaz de recuperar el corazón de la princesa y entregarlo al hada de la cruz en el pecho, antes del amanecer, podrás salvarla. La doctora seguía entusiasmada con cada hito de la joven, pudo sentir su aliento en la lucha hostil de la que salió victoriosa contra los lobos blancos, de quienes obtuvo el valor para adentrarse en el bosque. A lomos de uno de ellos, dio con el hechicero que le indicó la ruta para llegar al castillo del ogro y la forma en que podría derrotarlo. Una vez le arrebates el corazón, deberás alcanzar cuanto antes, no te demores, el palacio de cristal y entregárselo al hada de la cruz en el pecho. Junto a la joven campesina, la doctora atravesó reinos y tiempos lejanos, hasta que alcanzó un mundo jamás imaginado, de calles duras y negras, atestadas de vehículos relucientes, luces imposibles y altos edificios de rectilínea exactitud. A lomos del gran lobo, que en ese otro mundo era uno más de esos vehículos de dos ruedas aullando sin cesar, guiada por una furia irreductible, llegó al inmenso palacio de cristal. Al quitarse el casco, la joven miró instintivamente hacia arriba. Como si su capacidad de visión se hubiera multiplicado, se conmovió con el rostro desconsolado de una mujer entre lágrimas en una de las ventanas. Guiada por un designio inescrutable, ya con la seguridad de haber alcanzado el cénit de su misión y con la caja que contenía el órgano en las manos, se apresuró al encuentro del hada. Nadie le preguntó nada, ni adónde iba ni a quién buscaba. Las gentes se apartaron a su paso mientras se le abrían todas las puertas, antes incluso de haberlas alcanzado. No dudó de que estaba investida de una magia prodigiosa, de un saber incuestionable, con el que se condujo hasta el lugar en el que encontró al hada de la cruz en el pecho.

La halló con la bata blanca, restos de magdalena y un café en la mesa, arrellanada en el sillón, absorta en la lectura, a la espera del milagro que acababa de producirse.


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