En un país no muy lejano, hubo un pueblo en el que, en pocos años, los humildes campesinos pasaron de cultivar unas tierras infértiles y de las que obtenían escasas cosechas, a conseguir de ellas abundantes frutos casi sin esfuerzo, gracias a un producto milagroso que los magos del Reino, secretamente, elaboraban sin dificultad. Apenas unas gotas eran suficientes para que en unos días germinasen, de un campo yermo, los cultivos con los frutos más maduros y apetecibles. El Rey, entusiasmado con el descubrimiento, mandó arrancar de raíz los árboles que poblaban los espesos bosques para cultivar cada vez más tierra y los campesinos, febriles de codicia, se endeudaron para comprar cuantas tierras alcanzaron.
Así, cada día se dirigían felices hacia los campos abarrotados de hortalizas y dulces frutas que llevarse a la boca. Tal era la abundancia que no había suficientes manos para recolectar todo lo que la tierra daba, envasarlo y venderlo. Hubieron de recurrir entonces a labradores de las tierras del sur y hasta los hijos de éstos dejaron de ir al colegio para trabajar en los fructíferos campos del próspero reino. Así estuvieron por varios años, sin parar de cosechar. Tuvieron que levantar una gran muralla para evitar la avalancha de las personas que llegaban de todos los lugares ávidas de prosperidad. Incluso algunas de ellas murieron al caer del alto muro o devoradas por los leones que lo guardaban.
No hubo quien no comprara una hectárea de tierra que le traería por fin felicidad. Pero un día, inesperadamente, el Rey convocó a sus súbditos y les confesó que los magos no podían fabricar más fertilizante. Un manto de desolación se apoderó entonces del lugar y los campos se vieron desiertos en pocos meses. Los campesinos eran incapaces de hacer brotar una sola planta y los que escasamente lo conseguían vendían tan caros los frutos, que el hambre y la pobreza se propagaron por doquier. Los niños, acostumbrados a disponer de cuanto querían y como querían, a llevar las mejores ropas y disfrutar de cuantos caprichos se les antojaban se vieron desconcertados de la noche a la mañana, llenos de frustración.
Sebastián, un campesino que no se resignaba a tanta desdicha, y en vista de que se le acabarían las provisiones con las que alimentaba a su familia, le dijo un día a su mujer y sus dos hijas: En el granero hay suficiente trigo para varios meses y en la bodega patatas para todo un año. La vaca aún os dará leche durante semanas así que yo iré a buscar otras tierras en las que podamos vivir con prosperidad y cuando las encuentre, volveré a por vosotras. Pero su esposa no quiso resignarse y le dijo que las niñas estaban ya mayores y que lo acompañaría hasta donde fuese necesario. Así fue como Melania y Delia, las dos hijas del matrimonio, se quedaron a cargo de la casa. Hasta entonces no habían tenido que trabajar ni realizar tarea alguna. Con niñera y criados, siempre habían dispuesto de cuanto se les había antojado. Tan felices las veían los padres y tan próspero el futuro que les auguraban que ni si quiera las habían obligado a estudiar.
Al quedarse solas, Melania, la mayor, quiso seguir gozando de los privilegios que había tenido hasta entonces. Así que obligaba a su hermana a limpiar desde primera hora de la mañana, ordeñar la vaca, limpiar la cuadra, cortar la leña, encender el fuego, pelar patatas y preparar la comida; mientras ella se pasaba las horas pintándose las uñas, cepillándose el pelo, probándose vestidos y perfumándose.
A Delia se le fue colmando el corazón de ira contra su hermana. Un día, cuando más desesperada estaba, mientras cortaba la leña para el fuego, un hada vestida de negro se le apareció. Tenía grandes ojos y rojos labios, fumaba un largo cigarrillo del que salía un humo amarillo como los limones y desprendía una fragancia deliciosa a jazmín y lavanda. El hada ser rió de la pobre Delia y le dijo: ¿Así quieres pasarte el resto de la vida, sucia y cochambrosa, sirviendo a tu hermana? Ella dejó el hacha en el suelo y le contestó: ¿Qué puedo hacer, si no? El hada volvió a reírse, extendió las grandes alas y revoloteó a su alrededor para luego quedarse suspendida en el aire. A Delia le fascinó la elegancia con la que se movía, la esbeltez del cuerpo sinuoso, la sugerencia de los labios y la suficiencia con que la miraba. ¿No te gustaría ser como yo? Sólo tienes que beber un poco de este brebaje para cambiar tu vida. Tan embelesada por la aparición como tentada por el ofrecimiento, la niña ingirió de un único trago el amargo néctar que el hada se extrajo de uno de los senos. Después de beberlo, Delia sintió una trasformación total. En un instante había crecido varios centímetros y brotaron de sus omóplatos dos alas espléndidas. Eufórica por sentirse poderosa y con un gran deseo de venganza, echó a su hermana de casa. ¡Ya no me obligarás a hacer lo que no quiero! Satisfecha, encendió uno de los cigarros de humo amarillo y se puso a fumar hasta que se quedó dormida.
Pero a la mañana siguiente, cuando despertó, un dolor insoportable se había apoderado de ella y las alas que le habían servido para volar le pesaban y se le clavaban de tal manera que no podía caminar si no era arrastrándose. Enseguida supo que necesitaba más brebaje. Con gran esfuerzo, fue en busca del hada y le suplicó que le diera otra dosis del brebaje. El hada, con una sonrisa maliciosa, le indicó que lo haría con mucho gusto, pero le cobraría tres monedas de oro cada vez que lo quisiera. Para conseguir el dinero, iba vendiendo cuanto quedaba en la casa. Vendió la vaca y luego las gallinas, también la leña, el reloj de pared, la cubertería y hasta el ajuar. Cada día el hada la dejaba tomar su medicina y en poco tiempo se le cayó el pelo, perdió varios dientes, el cuerpo se le encorvó y, durante los dos meses que los padres estuvieron fuera, envejeció varias décadas. Al final, para pagar las tres monedas de oro diariamente tuvo que vender la casa y vivir cobijada en un baúl, debajo del puente.
Cuando regresaron los padres, abatidos por el peregrinaje infructuoso, se encontraron con que en la casa vivía otra familia. Le preguntaron por sus hijas, pero la familia no sabía de niña alguna. Nos la vendió una vieja encorvada y sin dientes, contestaron, y desde entonces vagan por el reino en busca de las hijas que una vez tuvieron.

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