La pócima milagrosa

En un tiempo no tan lejano hubo un país en el que, gracias a una pócima milagrosa, los humildes campesinos pasaron de cultivar unas tierras estériles, de las que obtenían escasas cosechas, a conseguir de ellas abundantes frutos casi sin esfuerzo. Apenas unas gotas en el agua eran suficientes para que germinasen los productos más maduros y sabrosos. El Rey, entusiasmado con el descubrimiento, mandó despoblar los frondosos bosques y los campesinos, febriles de codicia, se endeudaron para comprar y cultivar cuantas hectáreas pudieron.

Tal era la abundancia que no hallaron suficientes manos para recolectar todo lo que la tierra daba, envasarlo y venderlo. Hubieron de recurrir a jornaleros de las tierras del sur y hasta los hijos de los labriegos abandonaron el colegio para sembrar los campos del próspero reino. Varios años estuvieron sin parar de cosechar. Con el tiempo, alzaron una muralla para frenar la avalancha de campesinos que acudían de reinos vecinos, ávidos de prosperidad. Muchos morían al caer del alto muro o devorados por los leones que lo guardaban.

Pero un día, inexplicablemente, los magos del reino se vieron incapaces de sintetizar la pócima milagrosa. ¿Qué era lo que pasaba? Por más que lo intentaban, ésta se desintegraba al instante. Los campesinos eran incapaces de hacer brotar una sola planta y los que escasamente lo conseguían vendían tan caros los frutos, que el hambre y la pobreza se propagaron por doquier. Un manto de desolación se apoderó del lugar. Los niños, acostumbrados a llevar las mejores ropas y disfrutar de todos los caprichos, se vieron desconcertados de la noche a la mañana, llenos de frustración.

Entonces, un campesino que no se resignaba a tanta desdicha, y en vista de que se le acabarían las provisiones, reunió a su esposa e hijas y, con lágrimas de determinación en los ojos, les dijo: No permitiré que esta desgracia nos arruine la vida, iré a buscar otras tierras en las que podamos vivir con prosperidad y cuando las encuentre, volveré a por vosotras. La vaca os dará leche, en el granero hay suficiente trigo para varios meses y en la bodega patatas para todo el año. Hijas, cuidad de vuestra madre. Pero la esposa se empeñó en que las niñas ya estaban mayores y decidió acompañar a su esposo hasta donde fuera necesario. Así fue como Melania y Delia, las dos hijas del matrimonio, se quedaron a cargo de la casa. Hasta ese día, no habían tenido que trabajar ni realizar tarea alguna. Tan felices las veían los padres y tan próspero su futuro que ni si quiera las habían obligado a estudiar.

Al quedarse solas, Melania, la mayor y más fuerte, para seguir gozando de una vida privilegiada, obligó a su hermana a limpiar desde primera hora de la mañana, a ordeñar la vaca, a barrer la cuadra, a cortar la leña, a encender el fuego, a pelar patatas y a preparar la comida; mientras ella pasaba las horas pintándose las uñas, cepillándose el pelo, probándose vestidos y perfumándose.

A Delia se le fue minando el corazón de ira contra su hermana y de resentimiento contra sus padres por haberla abandonado. Hasta que una tarde, cuando cortaba la leña para el fuego, un hada perversa y vestida de negro se le apareció. Tenía grandes ojos y rojos labios, fumaba un largo cigarrillo del que salía un humo amarillo como los limones y desprendía una fragancia deliciosa a jazmín y lavanda. El hada ser rió de la pobre Delia y le dijo: ¿Así quieres pasarte el resto de la vida, sucia y cochambrosa, sirviendo a tu hermana? Ella dejó el hacha en el suelo y le contestó: ¿Qué puedo hacer, si no? El hada volvió a reírse, extendió las grandes alas y revoloteó a su alrededor para luego quedarse suspendida en el aire. A Delia le fascinó la elegancia con la que levitaba, la esbeltez del cuerpo sinuoso, la sugerencia de los labios y la suficiencia con que la miraba. ¿No te gustaría ser como yo? Ven, toma un poco de este brebaje. Tan embelesada por la aparición como tentada por el ofrecimiento, la niña ingirió de un único trago el amargo néctar que el hada se había extraído de uno de los senos. Después de beberlo, Delia sintió una total trasformación. En un instante había crecido varios centímetros y de sus omóplatos habían brotado dos alas espléndidas. Eufórica por sentirse poderosa y con un gran deseo de venganza, entró y echó a su hermana de casa. ¡Ya no me obligarás a ser tu esclava! Satisfecha, encendió uno de los cigarros de humo amarillo y se puso a fumar hasta que se quedó dormida.

Pero a la mañana siguiente, cuando despertó, un dolor insoportable se había apoderado de ella; las alas que le habían servido para volar le pesaban y se le clavaban de tal manera que no podía caminar si no era arrastrándose. Enseguida supo que necesitaba más brebaje. Con gran esfuerzo, fue en busca del hada. ¡Por favor! Te lo suplico, necesito otra dosis del brebaje. El hada, con una sonrisa maliciosa, le indicó que se lo daría con mucho gusto, pero le cobraría tres monedas de oro cada vez que lo quisiera. Para conseguir el dinero, vendió la vaca y luego las gallinas, también la leña, el reloj de pared, la cubertería y hasta el ajuar. Cada día el hada la dejaba tomar su medicina a cambio de las tres monedas de oro. Tanto brebaje tomó, que en poco tiempo se le cayó el pelo, perdió varios dientes, el cuerpo se le encorvó y, mientras los padres estuvieron ausentes, envejeció varias décadas. Al final, para seguir pagando las tres monedas de oro, tuvo que vender la casa y vivir debajo del puente.

Los padres, abatidos por el peregrinaje infructuoso, regresaron a los dos meses, pero lejos de hallar a sus hijas, se encontraron con que en la casa vivía otra familia. ¿Melina? ¿Delia? La familia no sabía de niña alguna. Nos la vendió una vieja encorvada y sin dientes, contestaron, y desde entonces vagan por el reino en busca de las hijas que una vez tuvieron.


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