Desde que su padre las dejara, Andrea y su madre no habían hecho demasiadas cosas juntas. Pero como su cumpleaños estaba cerca, habían decidido pasar el día en la ciudad. Irían al cine, comerían hamburguesas con patatas fritas y un gran helado con caramelo. Desde el coche, empezó a divisar los grandes edificios mientras fantaseaba, secretamente y cada vez más excitada, con la posibilidad de que, esta vez sí, su madre le comprara un perrito como regalo.
Nada más llegar al centro comercial, la miró con pícara satisfacción y la arrastró directamente hasta la tienda de animales. Se quedó embobada mirando los cachorritos, tiernos con sus manchitas marrones o negras, deambulando torpemente por los aparadores de cristal. Ya te he dicho que no, Andrea, ¡y no insistas!, le ordenó después de las reiteradas súplicas mientras la niña señalaba un dálmata tembloroso.
Fruto de la firme negativa, el resto del día lo pasó enfurruñada, no quiso comer ni se interesó por cuantas opciones le ofreció su madre, tratando de distraerla y conformarla. Pero nada la sacó de su enojo, hasta que, harta de la situación, la madre dictaminó que lo mejor era que regresaran a casa y que esta vez, se quedaría sin regalo. El día de su cumpleaños lo pasó triste y abatida, lamentando tanta injusticia y sin querer ver a nadie. ¿Por qué su madre se mostraba tan rígida? Si sólo quiero un perrito, se decía, ¿por qué no lo puedo tener?
Una noche, tras abrir el contenedor para tirar la basura, oyó una voz amortiguada que provenía de dentro.
— ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? Por favor, ayúdame. —¿Qué era aquello que se oía allí abajo? Mejor dicho, ¿quién era? Intrigada, se coló dentro y, después de revolver entre la basura, encontró una caja de latón de la que parecía salir la súplica. —¡Por favor! ¡Ayúdame! —gritaba una voz aflautada. — Me han encerrado aquí y no puedo salir.
Al abrir la caja apareció jadeante un ser del tamaño de un hámster, diminuto y eléctrico, que se movía a pequeños saltos como si fuera un saltamontes.
— ¡Uf! Menos mal, pensaba que iba a quedarme ahí encerrado para el resto de la eternidad.
La niña desorbitó los ojos, como si no diera crédito a lo que veía.
— ¡No me mires así, criatura! Que no es para tanto. A ver, ya sabes cómo van estas cosas, me has salvado y ahora te concederé un deseo. Pídeme lo que quieras.
— ¿Pero por qué estabas ahí encerrado?
— No seas curiosa, pídeme un deseo y tengamos la fiesta en paz. Te lo debo.
— ¿Lo que quiera? —dijo con la voz ahogada por la emoción y la sorpresa.
— Eso he dicho, ¡vamos! que no tengo toda la noche.
Andrea no se lo pensó dos veces.
— ¡Quiero tener un perrito!
— Oh, no, no, no. De ninguna manera. Un perrito no. Sé de lo que hablo. Hazme caso, lo ensucian todo, hay que estar muy pendientes de ellos. Además, luego crecen y si no los educas bien, dan muchos problemas. No, no, mejor un gatito. —Andrea frunció el ceño, arrugó la nariz y dio una patada en el suelo.
— ¡He dicho que quiero un perro!
— ¿Ah, sí? Con que un perro, ¿eh? Muy bien. Luego no digas que no te lo advertí.
El diminuto ser miró a su alrededor, dio varios saltos entre el montón de basura y, cuando divisó una rata de gran tamaño, la señaló con el dedo para dejarla inmóvil, se sacó del bolsillo un haz de luz y lo proyectó contra el animalillo. En un segundo, la gran rata se había convertido en un cachorro de orejas gachas que gimoteaba y la miraba con súplica. La cara de Andrea se enterneció al instante.
Llegó a casa tan entusiasmada que su madre no pudo negarse.
—Está bien, Andrea, si tanto insistes puedes quedarte con él, pero de ninguna manera quiero que entre en casa. Se quedará en la terraza; tú le darás de comer y limpiarás cuanto ensucie.
Pero a la niña le parecía que fuera hacía demasiado frío y por las noches lo entraba a escondidas y lo sacaba por la mañana antes de que su madre la despertara.
—Hay que ver cómo huele aquí a perro —le decía su madre cada mañana—, ¿no será que estás dejando que entre en tu habitación, verdad?
—No, mamá, ¿cómo puedes pensar eso de mí?
Y así pasaron los meses, Andrea feliz con su cachorro, que crecía y crecía cada vez más. Un día, la madre se levantó para ir al lavabo y oyó unos extraños ruidos en la habitación de Andrea. ¿Sería posible que su hija roncara de ese modo? Nada más entrar sintió un fuerte olor y se temió lo peor. Al encender la luz, descubrió a su hija felizmente acurrucada junto al perro.
— Andrea, ¡por favor! ¿Me puedes explicar qué es esto? —El perro empezó a gruñirle de forma rabiosa e insistente, hasta que la madre se marchó por miedo a que la mordiera.
Desde ese día, el animal fue sacando un fuerte carácter y no toleraba que nadie se acercara a la niña. Únicamente cuando estaban a solas, el perro estaba feliz. Se hizo el dueño de la habitación y poco a poco del resto de la casa. Hacía sus necesidades en cualquier parte, se comía toda la comida, se tumbaba en el sofá y no había manera de corregirlo. Llegó un momento en que ya no permitió que Andrea fuera al colegio, ni le permitía salir ni hablar con sus amigas. Sólo podían salir si lo hacían juntos y Andrea no podía hacer otra cosa que estar al lado de la fiera en que se había convertido su cachorro.
Una noche, aprovechando que el perro se había quedado dormido, se escapó por la ventana y se fue hasta el contenedor de basura en busca del pequeño ser. Removió cuanto pudo pero por más que buscó y buscó, nada encontró. Abatida, deambuló sin rumbo fijo. ¿Qué podía hacer para librarse de él? ¿La ayudaría la policía o se reiría de ella? Después de mucho caminar, cayó rendida bajo un árbol y se quedó dormida deseando que al despertar todo hubiera sido una pesadilla.
Pero por la mañana, después de haber pasado no sabía cuantas horas durmiendo, un pequeño ladrido, penetrante y agudo, la despertó. Abrió los ojos y encontró otro perrito ladrándole como si quisiera llamarle la atención.
— ¡Oh, no! Otro perro no, por favor. ¡Aléjate! —le gritó y salió huyendo pero el animal no paraba de seguirla.
Y así se pasó el resto del día, sin saber qué hacer y sin poder libarse de la nueva compañía, hasta que se armó de valor y regresó a casa con la esperanza de que su perro se hubiera marchado. Sin embargo, cuando el perro vio que traía compañía, se abalanzó a gran velocidad y el perrito salió huyendo hasta que de un solo salto, se coló en el contenedor de basura. El perro de Andrea no se lo pensó dos veces y se arrojó detrás. Se oyó un gran estruendo y cuando Andrea abrió el contenedor, temiéndose lo peor, no encontró a ninguno de los dos, tan sólo al pequeño ser tumbado sobre la basura tamborileando los dedos sobre la caja de latón de la que él mismo había salido.
—No te preocupes, se pasará aquí una buena temporada; quién sabe, quizá para el resto de la eternidad. Pero si quieres, te puedo conseguir un gatito.
— Creo que por esta vez, ya he tenido bastante —le contestó la niña y se apresuró en llegar a casa, tenía ganas de darle un abrazo a su madre.

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