El hechicero y el gorrino asado

En una cabaña del bosque vivía un joven matrimonio con su hijo de corta edad. El padre era un leñador fuerte pero risueño y aunque tenía cara de malo, siempre estaba de buen humor. La madre era hermosa, de rasgos delicados, voz dulce y amplia sonrisa. Elaboraba unas deliciosas galletas de jengibre, canela y néctar de flores. Vivían felices y tranquilos hasta que un día, al regresar de recoger flores para sus galletas, la mordió una serpiente. Para no asustar al padre, prefirió no decir nada, pero según pasaron los días, le subió la fiebre y después de una semana, ya no podía levantarse de la cama mientras jadeaba y se retorcía por fuertes dolores en el vientre. ¿Qué te pasa mamá?, le decía su hijo con lágrimas en los ojos, pero ella, lejos de acogerlo en su regazo, lo apartaba de muy malos modos. El padre, desconcertado y temeroso, creyendo que su mujer había sido envenenada, fue en busca del hechicero. Cabalgó bosque a través velozmente para llegar a la cueva en la que éste vivía. Lo vio sentado junto al fuego, mesándose la barba y asintiendo con la cabeza.

— Por favor, ayúdame, mi esposa ha caído enferma, tiene fiebre, se retuerce de dolor y no quiere que nos acerquemos a ella. Si la salvas te pagaré lo que quieras.

El hechicero se puso en pie, apoyándose en un enorme bastón adornado con una ristra de ajos, colmillos de león y dientes de rata. Del cuello, le colgaba una serpiente que no paraba de erguirse y sacar la lengua de un lado al otro. El hechicero miró al leñador, le arrancó un mechón de pelo, lo blandió y, como si rezara, pronunció unas palabras incomprensibles antes de echarlo al fuego.

—No tenemos mucho tiempo —le dijo y ambos salieron de la cueva en dirección a la cabaña.

Al entrar en la casa, el hechicero se fijó en el niño acurrucado en el rincón, con la cara descompuesta.

— ¿Dónde está? —preguntó y el padre señaló con la mano hacia la habitación.

El hechicero se adentró en ella impidiendo que nadie más lo acompañara. Al poco tiempo, salió de la habitación y le pidió al leñador que le trajera leche de burra en celo, sangre de un gallo negro y la lengua de tres murciélagos. El leñador salió veloz en busca de lo que le había pedido el curandero y antes de una hora había regresado con lo que le había pedido. El hechicero volvió a entrar en la habitación y no fue hasta la mañana siguiente cuando salió para anunciar que la esposa ya estaba curada. La madre salió tras él, había recobrado el buen aspecto y la mirada serena, sin rastro de su dolencia. Aliviada, abrazó al hijo y lo besó en la mejilla, pero luego, cuando se volvió para mirar a su marido, un frío helador se cuajó entre ellos. Bajó la cabeza y dejó que hablara el brujo:

— Tal como prometiste, ahora debes pagarme.

El leñador sacó una bolsa llena de monedas y la puso encima de la mesa.

— Es todo lo que tengo, estoy en deuda contigo.

El curandero se echó a reír.

— Vivo en una cueva, me alimento de raíces y me caliento con el fuego de mi sabiduría. ¿A caso crees que es dinero lo que me hace falta?

— Entonces, dime cómo puedo pagarte. Trabajaré para ti, día y noche si es necesario.

—La quiero a ella y también a tu hijo.

El leñador, perplejo por lo que le había pedido como pago el hechicero, con la sangre hirviéndole en las venas y  resoplando de rabia, lo sacó a patadas de su casa y antes de que este montara en el caballo le dijo:

— Tienes suerte de que me apiade de ti y no te mate en este instante.

Pero esa misma noche, la esposa recayó, la fiebre le subió y regresaron los dolores en el vientre y los espasmos, con mucha mayor virulencia. La esposa miraba al marido, casi suplicándole, y él, resignado ante la desdicha, determinó que debía pagar la deuda si quería salvarla.

Condujo a su esposa e hijo bajo la lluvia, azotados por el viento, hasta la cueva del curandero que, sin levantarse esta vez y con una risa triunfal, le dijo:

— Mucho has tardado en traerme lo que me pertenece.

El leñador, apenado por su desgracia, dejó a su familia en manos del curandero y regresó a la soledad del hogar con lágrimas en los ojos.

A la mañana siguiente, el niño aprovechó un despiste del hechicero y se escapó para buscar ayuda. ¿Quién podría ayudarlo a acabar con el hechicero? Para llegar hasta el pueblo, debía atravesar el bosque y le daba mucho miedo. Apenas se había adentrado unos metros, cuando empezó a sentir las ramas de los árboles abalanzándose sobre él, creía que iban a devorarlo de un momento a otro. Por doquier oía ruidos que lo atormentaban, el ulular del viento parecía el ominoso aullido del lobo, el crujir de las ramas los pasos de un ogro y el canto del búho la señal inequívoca de que algo malo iba a ocurrirle. No dejaba de mirar atrás y el miedo era tan atroz, que tuvo que refugiarse en el hueco de un árbol para sentirse seguro. Después de varias horas, le cogió la noche y hambriento como estaba y muerto de frío pensó que no aguantaría demasiado tiempo allí solo.

Por un momento, le pareció oler a leña quemada, ¿estaría cerca de casa?, ¿podría llegar hasta su padre? Después de mucho pensarlo, salió de su refugio en plena oscuridad y se puso a caminar de nuevo. Al cabo de un rato, divisó entre la espesura la tenue luz de una cabaña. Quizá podría llegar hasta allí y pedir ayuda. El niño se acercó para mirar por la ventana, pero ésta estaba alta que para salvar la distancia hubo de servirse de unas piedras que amontonó y entonces sí pudo apreciar en el interior a una anciana que tomaba una sopa caliente mientras acariciaba un gato. Tenía ganas de entrar, pero no se atrevía. Tuvo la mala suerte de que las piedras se le escurrieron bajo los pies y fue a dar con los huesos en el suelo. El estruendo alertó a la anciana que no tardó en salir armada con una vara y un candil. ¿Quién es? ¿Quién ronda por ahí a estas horas? Al descubrirlo, sonrió y le dijo:

— Vaya, ¿te has perdido? Anda ven, entra y te daré un poco de sopa caliente.

El pequeño, asustado, quiso darse la vuelta y huir, pero la anciana ya lo había tomado por un brazo y no pudo resistirse. Una vez dentro, lo despojó de las ropas, sucias y húmedas, le dio un baño bien caliente, hizo que se tomara la sopa y lo puso a dormir.

— Mañana me contarás qué te ha pasado y cómo has llegado hasta aquí.

Pero el niño, pese a que quería, era incapaz de pronunciar una sola palabra ¿Qué le pasaba que no podía hablar? Se quedaba en silencio, apenas sin reaccionar. Así pasaron los meses, la anciana cuidaba del niño esperando que un día pudiera contarle qué le había pasado.

Hasta que una mañana, un hombre apareció por la casa vendiendo leña. La anciana salió a recibirlo y fue cuando el niño volvió a ver a su padre. Ambos se abrazaron, contentos de reencontrarse. El padre le preguntaba cómo había llegado hasta allí y qué había sido de su madre, pero el niño era incapaz de decir nada. El leñador, abatido, le contó a la anciana lo que les había ocurrido. Nada más escuchar la historia, la anciana le dijo que lo ayudaría a recuperar a su esposa. La anciana se dio la vuelta y como por arte de magia, se transformó en una joven y atractiva doncella y después con tan sólo tocar con un dedo al leñador, lo envejeció más de cincuenta años.

— Ve a buscar al hechicero y dile que tu hija está muy enferma.

Sin dudarlo un instante, el leñador se dirigió hasta la cueva del hechicero y allí lo encontró, de nuevo, junto al fuego mesándose la barba.

— Por favor, ayúdame, mi joven hija ha caído enferma, tiene fiebre, se retuerce de dolor y no quiere que me acerque a ella. Si la salvas te pagaré lo que quieras.

No tardaron en llegar a la casa y el hechicero entró a la habitación donde yacía la anciana con el aspecto de una adolescente. Al poco tiempo salió y le ordenó que le trajera leche de burra en celo, sangre de un gallo negro y la lengua de tres murciélagos. Cuando el hechicero contó con lo que había pedido, se adentró en la habitación y cerró la puerta. El leñador se consumía abatido por la incertidumbre y así pasó la noche, abrazado a su hijo esperando a que la puerta de la habitación se abriera de nuevo.

A la mañana siguiente, cuando se abrió la puerta apareció la anciana con su aspecto habitual y detrás de ella, como un desalmado y envuelto en gran griterío, salió despavorido un bonito gorrino rosado. El y su hijo se echaron a reír y continuaron riendo esa misma noche, junto con su madre y la anciana, mientras cenaban todos juntos un buen jamón asado.


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