Biografía

José Matas Crespo

16 de octubre de 1971,
Moja (Olèrdola)

José Matas Crespo

Escribir acerca de uno mismo supone revisar la trayectoria y el lugar vital alcanzado después de varios años, a veces muchos, como es el caso, de transitar por la vida, establecer vínculos, aceptar derrotas, haber conquistado sueños y haber dejado otros por el camino, posiblemente ya quiméricos. Esta biografía la escribo desde mis 53 años, bien posicionado laboralmente, con estabilidad familiar y una vida apacible, no demasiado distinta de la que imaginaba cuando era joven.

Os diré quién soy y cómo soy, siempre es más importante cómo son las cosas que las cosas en sí mismas. Para quien no me conozca o no me haya tratado, en una primera impresión, proyecto una imagen formal, seria, pulcra. Me dice mi buen amigo y también escritor David Monteagudo que la pulcritud es uno de mis rasgos definitorios: eres pulcro en tu manera de comer, de vestir, de trabajar, pero también en tu discurso eres pulcro, eliges bien las palabras, narras con nitidez, y tu trato hacia las personas también es pulcro, considerado, atento.

Además de estar de acuerdo con la apreciación de David, soy un tipo sentimental, me importan los sentimientos, los míos y los de los demás, los de las personas con las que tengo vínculo. En espacios familiares, me muestro bromista, me encanta jugar con la ambigüedad, camuflar la verdad de inverosimilitud, o la mentira de lo contrario.

Escribo esta revisión de quién y cómo he sido, para que quien lea estas líneas, pueda conocer en lo personal al escritor.


Preámbulo

Hay escritores que parecen diseñados para brillar en el bullicio de la era digital, autores que han hecho de las redes sociales su campo de batalla y de la inmediatez su estilo de vida. Pero también hay otros que hemos elegido otro camino: el de la escritura paciente, la obra que crece en la introspección, el relato que madura en la profundidad del pensamiento y no en la fugacidad de la anécdota. En un mundo donde el impacto mediático parece medir el valor de la palabra escrita, apuesto por que mi literatura se erija en acto de resistencia.

Esta biografía no pretende ser una carta de presentación convencional, sino una invitación a conocer lo que hay detrás de las palabras, a comprender el viaje vital que las ha gestado. Porque toda obra literaria, por más ficción que contenga, es siempre un reflejo de su creador. Y si mi literatura busca la esencia de lo cotidiano, la densidad de las emociones humanas y la huella del tiempo sobre la vida es porque mi trayectoria ha sido un laboratorio en el que esas mismas inquietudes han forjado una voz propia.

Desde mis primeros años, en un entorno que aún conserva el pulso de una vida más pausada, hasta mi paso por el mundo universitario de Barcelona, pasando por la exploración de las relaciones humanas, mi pasión por la psicología y mi constante reinvención profesional, mi historia es la de alguien que no ha buscado el éxito inmediato ni el rendimiento económico, sino la solidez de un camino recorrido con autenticidad. Porque escribir, tampoco vivir, ha sido para mí un acto de exhibición, sino de búsqueda, de construcción y, sobre todo, de mantener vivo el deseo.

Hoy, en este espacio renovado, os abro una puerta para quienes queráis acercaros a mi obra con la misma curiosidad con la que yo he transitado la literatura y la vida. Sin la urgencia de la autopromoción ni la necesidad del ruido mediático, pero con la voluntad de compartir, de crear vínculos, de tender puentes entre mis palabras y quienes las leen. Porque, al final, escribir y leer son dos actos de amor a lo humano: un intento de comprendernos, de explicarnos, de encontrarnos.

Infancia

Nací en el Hospital de Sant Francesc, en Vilafranca del Penedés en el año 1971, soy el primogénito de 4 hermanos: Javier, Sergio y Pilar. Mi infancia, y también la suya, transcurrió en el pueblo de Moja (Olèrdola), a escasos 2 kilómetros de Vilafranca en la vitivinícola comarca del Penedés, provincia de Barcelona.

Soy hijo de José y de Ana, una familia obrera, de escasos recursos económicos, inmigrantes ambos que dejaron atrás sus pueblos de origen, su ruralidad, su vida precaria. Mi padre, sin casi estudios, había llegado con veinte años de su pueblo en la Extremadura profunda (Valdemorales), a Moja, donde ya se encontraba buena parte de su familia. Mi madre había dejado también la aldea gallega de su infancia (Freás) en la provincia de Ourense, para labrarse un futuro laboral prometedor en tierras más prósperas. También a ella la esperaba su hermano mayor, en Torrelles de Foix, quien había abierto senda y le podía ofrecer una habitación. Él ya estaba casado entonces y tenía 3 hijos. Mi madre era peluquera, pero su primer trabajo la llevó a una fábrica de betunes en Vilafranca, capital de la comarca, como operaria de producción. Allí coincidió con el que sería su novio y a la postre mi padre. Después de tres años de noviazgo, se casaron en 1970, el 26 de diciembre, bajo una nevada, no se harta de decir mi padre, como pocas se recuerdan en la zona.

Incluso en aquella época lejana, vivir en los pueblos cercanos a la capital era más accesible que en esta; así que, una vez casados, arrancaron su proyecto de familia en Moja, en la misma calle en la que también vivían mis abuelos paternos, Feliciano y Francisca, y mi tía Petra y mis primas y primo. En un pueblo de menos de mil habitantes, franqueado por viñedos y campo, la infancia transcurre en un paraíso. Los niños entrábamos y salíamos de las casas sin demasiadas amenazas (los coches y motos eran escasos, casi no había tráfico, todos nos conocíamos y nos tratábamos) y el mismo pueblo adquiría la condición de un universo propio, protector, y, al mismo tiempo, un lugar inacabable por descubrir, inventar una aventura tras otra. Tíos, primos y amigos conformábamos un tejido social estimulante, carente de comodidades y privilegios (en casa no hubo coche hasta que tuve siete u ocho años, ni teléfono hasta que tuve once o doce). Pero no hacía falta. En los años setenta, Moja era un pueblo de calles de tierra y casas encaladas donde la vida transcurría con un ritmo pausado, lleno de vibraciones humanas. Para una familia recién llegada desde otras regiones de España—Andalucía, Extremadura, Galicia—el pueblo se presentaba como un crisol de esperanzas y esfuerzos.

Las mañanas olían a pan con mantequilla y al rocío sobre los viñedos. Los hombres escampaban hacia las bodegas o las fábricas cercanas, algunas en Vilafranca, otras en el mismo pueblo, donde se elaboraba vino y cava, se fabricaban jabones, tapones de corcho o materiales para la construcción. Las mujeres aderezaban el hogar en las horas escolares, tendían la ropa en los balcones de hierro forjado o barrían el polvo de las calles con escobas de mijo. Se ayudaban unas a otras, se compartía lo que hubiera: una olla de cocido, una barra de pan duro que, con leche y azúcar, se convertía en una merienda deliciosa.

Para un niño de ocho años, Moja era un universo sin límites, donde cada rincón del pueblo tenía un significado. Las tardes transcurrían entre juegos en la plaza, bicicletas sin frenos y partidos de fútbol inagotables con una pelota raída y desinflada. Las viejas masías emergían fortalezas que asaltar custodiadas por fieros perros de guarda. Todo era estímulo. En aquella época, no conocíamos el aburrimiento.

Algunos televisores en blanco y negro eran el escaso lujo de algunas casas, reunían a vecinos en torno a las noticias o al «Un, dos, tres», mientras los niños escuchábamos de fondo, más atentos a las conversaciones de los mayores que a la pantalla parpadeante, voces lejanas que parecían venir de otro mundo. No había ostentaciones, pero tampoco urgencias. La vida era dura, sí, pero tenía un sentido de comunidad que hoy parece casi irreal. Para el niño de ocho años de aquella época, Moja se anuda con nostalgia a un mundo perdido, donde la felicidad cabía en un bocadillo de chorizo y en la libertad de correr sin miedo por los caminos de tierra.

Pienso en cómo era mi familia entonces y qué papel ha jugado en mi desarrollo como escritor. Mi madre es una mujer inteligente, buena conversadora, interesada por la actualidad y con un sentido práctico de la justicia. Una mujer combativa y enérgica, amante de los libros y que, por aquel entonces, ya era socia de Círculo de Lectores. Nos dejaba a mis hermanos y a mí proponerle el libro que estaba obligada a adquirir por cuota, aún los conserva en su biblioteca. Pero lo más estimulante no era verla leer, sino escucharla hablar con las vecinas de este u otro libro, admirar la prosa y al autor. Y en aquellas conversaciones de mujeres felices (en mi infancia las que hablaban y conversaban y tenían un mundo propio, casi secreto, que yo quería a toda costa descubrir, eran las mujeres) del que me excluían o expulsaban directamente si me volvía pesado o exigente, casi perpetuo: anda a jugar por ahí, ¡niño!, invitación que no hacía sino estimular mi curiosidad insaciable, y espiarlas cuanto podía. De ahí, de esas conversaciones de mujeres que hablaban de los maridos, del colegio de sus hijos, de los programas de televisión, de los sueños a los que habrían aspirado si no hubieran sido amas de casa, de amoríos y desavenencias, velada o jocosamente de sexo, de la vida, en definitiva, me nace el interés por la literatura en mi temprana infancia.  Sin embargo, los recuerdos más vívidos de mi niñez se circunscriben a mil kilómetros de Moja, a la aldea de mi madre, Freás, donde pasábamos las vacaciones de verano con mis abuelos maternos. Algún año pasamos allí todo el verano, como en el que murió mi abuelo paterno, Feliciano, cuando estaba ya muy enfermo y quisieron ahorrarnos mis padres, a mí y a mi hermano Javier (ya teníamos conciencia para saber lo que pasaba), el trago de su tránsito. Supimos que había muerto a la vuelta.

Freás era un mundo incluso más mágico que Moja, un retroceso en el tiempo, un regreso a los orígenes de la vida. Lo rural se imponía en una aldea con más vacas que casas, una pequeña tienda de víveres que por las tardes hacía las veces de bar, franqueada por cajas de cerveza vacías contra la pared y parroquianos en el interior, entre humo y quintos en la mano. Para comprar pescado o pan había que esperar a que pasara, en días alternos, dos veces por semana, la Dyan 6. El pan, no exagero, duraba una semana, y resultaba exquisito como merienda, bañado en un vino tinto que elaboraban mis abuelos, recién sacado de la tina, y espolvoreado con un puñado de azúcar. Las mañanas olían a cerdo, excrementos de gallina y berzas al fuego. Las ensaladas las preparábamos nosotros mismos, mi hermano Javi y yo, con hortalizas arrancadas del huerto media horas antes. No había agua corriente en la casa, ni cuarto de baño. Tampoco lo añorábamos. La incomodidad por la falta de servicios se compensaba con la intensidad de tardes inagotables pastoreando con mi abuelo las ovejas o matando una brisca.

Yo era un niño sociable, extrovertido, entusiasta y provocador. Un chinche para mis hermanos, no los dejaba tranquilos ni un minuto, para desesperación de mi madre, siempre más pendiente y responsable de cuanto acontecía. Y entre amaneceres tardíos, desayunos rezongones, tardes inextinguibles y noches frescas y estrelladas, oscuras como el firmamento, transcurrían los veranos arropados por el afecto inigualable de los abuelos, Pilar y Guillermo, entonces todavía jóvenes, armados de paciencia para gestionar peleas fraternales, constantes demandas de atención y desafíos a nuestra integridad física que los alarmaban hasta el soponcio.


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