The thrill is gone

Brenda se desabrochó la blusa en cuanto se lo ordené. Era una de mis mejores actrices, si no la mejor. Como cada noche en la última semana, la magna presencia del Chrysler me acompañaba después de cenar con una copa de ron en la mano, cavilando la decisión que finalmente tomaría, de quitarle el papel y dejarla fuera. Su reflejo sinuoso en la ventana me permitía apreciarla en detalle, sentada en el sofá, también con la copa en la mano, dubitativa ante la orden que le había dado. Dejó la bebida en la mesita auxiliar y por un momento pensé que se marcharía, pero contrariamente empezó a obedecerme, mientras los acordes de BB King acompañaban cada uno de sus movimientos o la empujaban hacia el lugar al que se resistía. Me di la vuelta y me acerqué para apreciarla más de cerca, para captar la respiración agitada, sus ojos de niña insegura, turbada: sabía que no quería hacerlo, pero quería que quisiera.

Había llegado unos minutos antes a mi apartamento, alzada sobre los doce centímetros de sus Manolos, con el pelo recogido y los labios, de un rosa pálido, húmedos y apetecibles como una golosina.

—¿Qué pasa, Brad, para qué me has hecho venir?

—Siéntate, tengo algo que decirte. ¿Una copa?

—Está bien —se sentó en el centro del sofá, justo al borde, como si ya hubiera captado, intuido por el tono de mi voz, o en mi gesto rudo, desabrido, que algo no iba bien. Le haría daño, así que fui rápido y directo. Sin rodeos. No deseaba que lo entendiera, ni que lo aceptara, sólo que lo acatara.  

—Le voy a dar el papel a Sandy —se lo solté en cuanto tomó el primer trago. Me miró desconcertada, volvió a llevarse la copa a los labios y se encendió un pitillo.

Todo lo que pasó después, justo después, no estaba previsto, ni siquiera se me había pasado por la imaginación y posiblemente tampoco a ella. Podía haberse largado, haber estrellado la copa contra el cristal, haber apagado el cigarrillo en el sofá o haberme escupido en la cara. Pero no lo hizo, posiblemente optó por lo peor que podía haber hecho.

—¿Es porque ella te la chupa, Brad, es por eso? —expulsó el humo del cigarrillo y me miró desafiante, pidiendo una explicación. Fui hasta la ventana y le di la espalda esperando a que se marchara. —¿Es por eso? —insistió.

—Es porque ella vive y siente cada escena, porque se entrega con cada respiración, con cada gesto. No le basta con interpretar, quiere llegar a lo más profundo. No, Brenda, a ella no le bastaría con chupármela, ella querría llevarme al límite, que jamás pudiese olvidar, no sus labios y su lengua, sino su mirada. Estás a años luz de eso, no hay pasión en lo que haces. No puedo jugármela contigo.

—¿Tú me hablas de pasión, Brad? ¿Acaso crees que me puedes dar lecciones? —Me pareció que lo decía con cierta burla o que se reía—. ¿Qué sabrás tú de la pasión?

Durante unos segundos busqué refugio en la cúpula del Crhysler, esbelta, bella, incuestionable, concentrado en las notas alargadas de la guitarra del Rey, intensas, certeras, gotas de ácido sobre la piel.

—Que te quites la blusa, te he dicho.

Tardó todavía unos segundos, quizá seis o siete, antes de recostarse en el sillón y buscarse el primer botón. Me di la vuelta para acercarme despacio mientras se desabotonaba el resto y me senté a su lado. Me miraba todavía con cierta burla, creyendo que en cualquier momento me echaría atrás, incapaz de ponerle un dedo encima, pero después de sentarme, le pasé las yemas por el abdomen firme y sentí ya su respiración acelerada. Ni me rechazaba ni me recibía, tan sólo jugaba con la posibilidad de que desistiera. Pero no era un juego, estaba dispuesto a darle una lección; así que le subí la falda y le dejé los muslos al descubierto. Asumió que iba en serio cuando le bajé las bragas para descubrir su vulva, rosada, apetecible, completamente rasurada. Con una tenue indicación, un leve roce, le separé las piernas. Me acercaba suavemente, apenas acariciándole la piel y aspirando el aroma intenso de su deseo. Le miraba la boca entreabierta, cada vez más jadeante y entonces lo hice, con determinación y firmeza, un golpe seco, una bofetada con la palma abierta. Gimió, más de dolor que de placer, instintivamente quiso levantarse, liberarse mínimamente, pero permaneció inmóvil, sin poder reaccionar, cuando le tapé la boca.

—¿Quieres aprender? —Le pregunté susurrándole al oído mientras volvía a hurgar en su interior húmedo. Se relajó chupándome el pulgar, mordiéndolo con fruición, alternativamente, en función de si mis dedos la penetraban o la abofeteaban en su parte más íntima, un azote tras otro, gimiendo cada vez con mayor intensidad.

Después de correrse por segunda vez, se recostó sobre mi pecho y le estuve acariciando el pelo dulcemente. Así permanecimos un buen rato, contemplando la cúpula del Chrysler envuelta en una suave melodía. Cuando tomó conciencia de lo que había sucedido, me preguntó:

—¿Y ahora qué, Brad?

—Ahora nada. Dame en el escenario lo que acabas de darme o no aparezcas más por el ensayo.

Se levantó, recuperó sus bragas (habían quedado tiradas en la alfombra) se atusó el pelo y me miró, aun con un gesto de turbación en el rostro, o quizá de desprecio. Luego, desapareció entre el humo de mi cigarro y los acordes hirientes de The thrill is gone.


Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *