—¿Quieres zumo? —le pregunté desde la cocina, pero no me respondió pese a que había dejado la puerta abierta mientras se duchaba; aún se oía correr el agua, así que se lo repetí dos o tres veces con creciente ímpetu. En vista de que no obtenía respuesta, dejé el exprimidor encima del mármol y fui hasta el baño. Desde el umbral, contemplé su figura a través de la mampara. ¿Cómo era posible que deseara las curvas de mi mujer de manera tan intensa tras de diez años de relación?
—Marcela.
—¿Qué querés, amor?
—Nada, que si te apetece zumo de naranja o sólo café con leche —dudó un instante y luego me pidió que le alcanzara el albornoz.
—Zumo, de momento —me sonrió y se concentró en secarse; tardó todavía un rato antes de sentarse a la mesa, envuelta en el albornoz.
—¿Así que la semana que viene tienes que volver?
—No lo sé todavía con seguridad, nené —dijo con la boca a media tarea de arrancarle un mordisco a la tostada. Parecía con la mente en otro sitio.
—Bueno, ya me dirás, quizá podría reservar yo también un vuelo y aprovechamos para hacer una visita al Louvre —alzó entonces los ojos y me miró con sorpresa.
—¿Al Louvre? Bueno —se encogió de hombros con desinterés y luego volvió a la tostada. En ese instante vibró su teléfono móvil en algún lugar del piso y acudió al encuentro sin demora; pese a que trató de fingir indiferencia, no tuve duda de que celebraba el aviso internamente. Apenas unos segundos le bastaron para terminarse el zumo y dejar la tostada con un par de mordidas.
Mientras elegía la ropa que se pondría, me senté en el sofá extrañado por su comportamiento distraído y disperso. Me olía algo. Había dejado el móvil encima de la mesa de centro y éste volvió a vibrar. Sentí el impulso de cogerlo, pero no me atreví, así que dejé que zumbara dos o tres veces y me levanté para disipar la tentación. De reojo miré hacia la habitación: la veía de espaldas, frente al espejo de la cómoda, enfrascada con alguna tarea propia del maquillaje. No tengo que hacer esto, me dije, pero cogí el terminal y cotilleé. Le habían entrado dos wasaps de Cristina, estuve tentado de abrir la conversación, pero me abstuve, pues habría tenido que dar algunas explicaciones luego. No obstante, sí repasé la lista de conversaciones. Jean Paul aparecía en sexta posición. Abrí el chat y me sorprendió que estuviera vacío. Un tercer mensaje de Cristina la interpelaba: “Venga, dime algo”. Revisé el resto de los mensajes, no eran más que conversaciones ordinarias, familiares —había hablado con su madre y con su hermana—; otras eran de trabajo, relacionadas con la inesperada reunión en París del día anterior —le pedía unos informes a su secretaria—, y también había conversaciones con personas que no sabía quiénes eran, insustanciales o irrelevantes. ¿Por qué había vaciado la conversación con Jean Paul? Me constaba que con su jefe hablaba a diario, Jean Paul esto; Jean Paul lo otro, era habitual que se comunicaran incluso los días festivos si éste la molestaba con alguna cuestión. Marcela se quejaba tibiamente, respondía y luego se olvidaba del asunto.
Un halo de perfume me advirtió de que debía abandonar mi clandestina tarea, así que dejé apresuradamente el terminal encima de la mesa, más o menos como lo había encontrado. Sin embargo, cuando ya creía que iba a salir de la habitación, vi que se desprendía de la blusa frente al espejo: “No hay nada que case bien con este pantalón”. Fue entonces cuando, enfrascada en la ardua misión de hallar la prenda adecuada, volví sin remedio sobre el teléfono y le escribí a Jean Paul: “Estoy sola en casa”.
—¡Neneeeeé! —Me reclamó desde la habitación. Instintivamente, me guardé el teléfono en el bolsillo y me acerqué hasta el dormitorio—. ¿Cuál creés que combina mejor? —Me mostró una blusa beige claro y un suéter sin mangas de cuello en pico. Yo le miré al sostén.
—Ummm, la blusa, creo que mejor la blusa —se volvió y me ignoró al instante, así que regresé a mi tarea. Jean Paul no había contestado, pero había visto el mensaje. Empecé entonces a tomar conciencia de mi error; posiblemente, metería a mi mujer en un apuro. Nervioso y sin saber qué hacer, vacié la conversación con Jean Paul y dejé el teléfono donde y como lo había encontrado.
Marcela, satisfecha con el suéter de cuello en pico, se marchó de compras con Cristina. Habíamos convenido que nos viésemos a las ocho, directamente en el restaurante. “No te quejarás”, me dijo, “así tenés toda la tarde para escribir el cuentito del taller, ¿no es cierto?”. La miré, me besó en los labios y me sonrió para desaparecer tras una estela a rosas y lavanda.
Volvió al cabo de dos horas, o quizá un poco más. Para ese entonces, Jean Paul y yo conversábamos ya animadamente en el sofá.

Deja una respuesta