No tenía muy claro por qué había aceptado la invitación, o la provocación, o el desafío, cualquier calificativo le parecía impreciso para la cita que tendría lugar en cuanto diese con la dirección a la que se dirigía. El cochero lo había abandonado en la esquina de Whitechapel con Lemman Street y, antes de continuar, como si debiera calibrar todavía la decisión que había tomado, se paró a contemplar el bullicio insufrible, delirante, de la gente entre las paradas de pescado y hortalizas, un frenesí de voces ofertando panes o telas sin distinción, una algarabía infecta que consiguió apabullarlo nada más poner los pies en el suelo. A unos metros, un niño descalzo y harapiento alertaba, con un fardo de periódicos bajo el brazo, que otra prostituta había sido degollada en la calle Hanbury.

Acechado por la multitud, logró abrirse paso con la mirada altiva. Pero interiormente, Lord Cardigan trataba de ahuyentar el desasosiego. Miraba a un lado y al otro, tan pendiente de la chusma como de la difícil tarea de equilibrar los pasos sobre los adoquines húmedos y resbaladizos. Cuando consiguió dejar atrás el tumulto, envuelto en la capa negra y con la mano bien asida a la pistola, se perdió por el laberinto de calles que habían de conducirlo hasta Frigg, la criatura más fascinante que jamás había visto.

De aquel ser, se decía que nadie conocía su edad exacta o procedencia, ni cómo era capaz de mantener una piel tan blanca, pura, lechosa y transparente, de la que manaba una manantial de efluvios embriagadores y pelo cobrizo, rizado y largo hasta la cintura; una tentación irresistible a devorar los generosos pechos con los que se había mostrado ante el público. La niña, o la mujer —no había manera de descifrar su condición—, lo había cautivado durante la exhibición de la noche anterior en el espectáculo del Old Vic ante un auditorio anonadado, incapaz de pronunciar una palabra. Frente a la estupefacción y el desconcierto, había emergido de un recipiente de cobre en llamas para quedar suspendida en el centro del escenario. Sin duda, una belleza sobrenatural, refulgente, más turbadora incluso que la capacidad para doblarse sobre sí misma, suspendida en el aire, como si habitaran cartílagos elásticos y no huesos en el interior, además de unas alas invisibles para volverla etérea. La excitación por gozar de ella, después de haber pagado una considerable suma, no tenía precio.

A cada paso que daba, se le iban arremolinando los niños para pedirle una limosna; salían de los portales, de alrededor de los bidones de latón en los que improvisaban hogueras para protegerse del frío o simplemente de entre la niebla. Según fuera el caso, los apartaba de un manotazo o un puntapié, mientras se perdía por los oscuros callejones en busca del secreto lugar al que se dirigía. Cuando finalmente dio con la dirección, se detuvo un instante, perplejo.

Frente a él, una puerta tan desvencijada como las que había dejado atrás no invitaba más que al desconsuelo. Era imposible que una criatura así se hospedara en un edificio tan lúgubre y mísero. Dubitativo, golpeó hasta tres veces la puerta, extrañado de que los niños que hasta hacía un instante le seguían como moscas, se alejaran despavoridos. ¿Qué significaba aquello? Dio un paso atrás y miró la fachada del edificio. Volvió a aferrar la pistola con la mano para estar seguro de que la llevaba y, sin más dilación, se decidió a entrar. De la puerta escapó un quejido —mucho tiempo haría que nadie la había abierto— y lo recibió una luz mortecina. La madera crujió en cuanto traspasó el umbral. Una vez dentro, sintió embriagarse de una pestilencia a col podrida que le obligó a cubrirse el rostro. Con más asco que temor, fue mortificando cada uno de los peldaños cuidadosamente, temeroso de que no soportarían el peso de un hombre fuerte y corpulento. De repente, un ruido hizo que se detuviera. Provenía de uno o dos pisos más arriba. Después de que se abriera una puerta —no tuvo dudas—, alguien empezó a descender por la escalera. Lord Cardigan se detuvo en el descansillo y empuñó el arma por si debía desenfundar. Tuvo la impresión de que los pasos pertenecían a alguien pesado, pero sin energía. Con la respiración contenida, se vio frente a un anciano que descendía con ánimo derrotado y claro desconcierto en el rostro, como si no reconociera el lugar o lo explorase con extrañeza. Se apoyaba en la pared y la barandilla alternativamente, tambaleante y a punto de caerse, siempre con una de las manos extendidas, como si no viera o pretendiera palpar el aire a su alrededor para cerciorarse de que no hubiera obstáculo alguno. Era un hombre más o menos de su tamaño, quizá algo más bajo, de tez blanca, muy arrugada, el pelo completamente cano peinado hacia atrás, ojos cristalinos y mirada perdida. Le llamó la atención que únicamente fuera cubierto con una bata de seda, de anchas mangas y un ribete dorado en el extremo. ¿De dónde salía alguien así? Y sin embargo le resultaba familiar, como si lo conociera e incluso hubiera hablado con él, alguien cercano, que lo miró un instante en cuanto lo detectó. El hombre fijó la mirada en el rostro de Lord Cardigan, como si escrutara cada uno de los rasgos, parecía más asustado incluso que un instante anterior. Éste volvió a extender la mano mientras descendía los cinco o seis peldaños que le faltaban,

como si quisiera tocarlo, acariciarle el rostro, como haría un ciego. De forma inexplicable, Lord Cardigan no reaccionaba, permanecía inmóvil, esperando a que el viejo siguiera su camino y al mismo tiempo sin poder apartar la mirada, extrañado por el magnetismo que le causaba. La mano del viejo se acercaba cada vez más, pero no alcanzaba a tocarlo, como si fuera incorpóreo, un haz de luz sobre su rostro. Incluso llegó a sentir que éste lo atravesaba cuando decidió moverse y continuar subiendo, sin poder entender el grito ahogado con el que, le pareció, el viejo pretendía impedir que continuase el ascenso. Un sudor frío le corrió por la frente y cuando por fin consiguió ascender el tramo de escalera que le quedaba se volvió para descubrir con mayor sorpresa que el viejo había desaparecido.

A punto estuvo de bajar para comprobar qué había sucedido, pero lo desestimó al recordar lo que verdaderamente le había llevado hasta allí. Sin darle mayor importancia, subió un piso más y no tuvo dudas de que la puerta entreabierta de la que salía un refulgente haz de luz era el lugar en el que lo esperaba Frigg.

El corazón quería salírsele del pecho. Recorrió los escasos metros hasta la puerta y un aroma a jazmín lo condujo directamente al interior de la estancia. Como si hubiera llegado al paraíso, frente a él contempló la suntuosa sala enteramente alfombrada con motivos florales, paredes de color zafiro, un mar para las exóticas plantas que embellecían estratégicamente los tres ventanales inmensos en los que un insólito sol de verano se colaba para mimarlas con generosidad. A su izquierda, en la enorme chimenea de mármol negro, crepitaba el fuego reconfortante de los troncos al calor de las brasas y, como si no pudiera dar crédito a lo que veía, quedó hipnotizado con los dos pavos reales deambulando a pasos sincopados y el plumaje bien extendido por la estancia. Por doquier se disponían cojines de grandes dimensiones y variados colores, desde el púrpura al dorado, recorrían toda la gama de rojos y verdes posibles. No pudo contar las numerosas aves revoloteando por el lugar, jamás vistas e inimaginables, con sus cantos armonizados, inquietas y revoltosas por la presencia de alguien en la habitación, pero felices de surcar el techo de un lado al otro de las cortinas aterciopeladas. Una voz, lo sacó de su ensueño: lo estaba esperando, señor Cardigan.

Éste se volvió hacia la procedencia del susurro y se adentró cinco o seis pasos en una segunda estancia separada tan sólo por un arco de madera labrada en la que, al fondo, y atravesada sobre la cama, la encontró. No estaba sola, a la derecha, una niña de tez

oscura y ojos rasgados, cubierta con una túnica blanca, acariciaba el arpa para arrancarle una melodía sinuosa y envolvente que lo condujo hasta el cuerpo desnudo de la diosa. Ésta se le ofrecía con los codos hincados sobre el colchón y la melena en cascada hacia atrás.

Como un autómata, Lord Cardigan se arrodilló a uno de los costados del lecho y esperó a que ella le ofreciera el pie; no tardó en lamerlo y mordisquearlo con frenesí. Tan absorto estaba en la tarea, que no supo de dónde habían salido los dos eunucos musculosos de torso desnudo y, como si supiera que en todo momento debía obedecer la más mínima insinuación, se dejó acompañar hasta el baño contiguo en el que lo despojaron de la ropa y lo bañaron cuidadosamente. De fondo, seguía oyendo la melodía monocorde acompañada de la respiración cada vez más agitada de Frigg. Regresó cubierto por una bata de seda, incapaz ya de ocultar el miembro crecido por la excitación, de inmenso y desproporcionado tamaño. La boca entreabierta de la diosa lo recibió con ansia, como si hubiera esperado el momento por largo tiempo. Los músculos de Lord Cardigan se tensaron con el contacto húmedo de la lengua febril, envolvente y creyó perder el mundo de vista en cuanto la tomó con fuerza por el pelo. Sin mucha necesidad de obligarla, la diosa se entregaba con devoción a la tarea de proporcionarle un inmenso placer. Poco a poco, la vista empezó a nublársele y, cada vez que entreabría los ojos, la estancia se tornaba una acuarela difusa en la que ya sólo podía distinguir manchas de color. Sin poder evitarlo, el momento de máxima tensión culminó en un inabarcable gemido. Ella, que no se apartó un milímetro, se llenó de la esencia de Lord Cardigan, debilitado con cada sacudida, vaciándose, como si con cada espasmo le entregase una parte de su vida. Al terminar, exhausto, cayó de rodillas y pudo contemplarla entonces, sin fuerzas para reaccionar, ingrávida y suspendida, como si ascendiera a los cielos. Los pájaros danzaban frenéticos a su alrededor, poseídos por la algarabía ensordecedora, como si enloquecieran con la niña, de no más de doce o trece años, más blanca y pura, en la que se había convertido.

Lord Cardigan, miró hacia su sexo fláccido y se sintió viejo, acabado. Apenas sin fuerzas consiguió levantarse y observó a su alrededor. La niña del arpa continuaba acariciando el instrumento ante la presencia impávida de los dos eunucos de brazos cruzados. Como pudo, se puso en pie y creyó que las fuerzas no le alcanzarían para salir de allí, el calor y la humedad casi no le permitían respirar. Convencido de que no lo

lograría, con los pies descalzos y únicamente cubierto con la bata de seda negra, hizo un esfuerzo asfixiante para alcanzar la salida. Cuando se vio de nuevo en la escalera, pudo recuperar el aliento, pero era incapaz de mantener el equilibrio, necesitaba apoyarse en la pared o en la barandilla a cada paso que daba y la poca luz hacía que extendiese los brazos en busca de una seguridad imposible. De pronto, vio a un hombre envuelto en una capa negra tratando de subir. Con la súbita convicción de que debía detenerlo, extendió los brazos. Le resultaba familiar, como si lo conociera e incluso hubiera hablado con él, alguien cercano, que lo miró un instante en cuanto lo detectó. El hombre fijó la mirada en el rostro de Lord Cardigan, escrutando cada uno de los rasgos, y éste volvió a extender la mano mientras descendía los cinco o seis peldaños que le faltaban. Como si hubiera sido fruto de una alucinación y nunca hubiera estado allí, el hombre de la capa negra se desvaneció al tratar de tocarlo y él continuó el descenso hasta la tinieblas de su ser.


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