Laura y yo dormitábamos esa tarde en el sofá después del paseo dominical, del vermú de Falset y de una comida relajada a base de marisco en Casa Lolo. Mi mujer había insistido en volver para descansar antes del partido, nos visitaba el Atleti esa tarde, con el liderazgo en juego, así que le hice caso y regresamos. La siesta quedó interrumpida por los ladridos de Max, más intensos y rabiosos que de costumbre, tras el zumbido del timbre. Ambos nos incorporamos. ¿Tu madre? No era la primera vez que mi suegra aparecía a horas inopinadas con cualquier pretexto y hasta arriba de gin-tonics, emperifollada como para irse al Liceo, y sin mejor plan que soltarnos la consabida perorata: el día que me harte de llevar cuernos, me divorcio de tu padre.
Con todo, lo último que me esperaba a esas horas es que llamaran a la puerta los Martínez-Weber. Laura los había sentenciado tras la boda por aquellas dos lámparas espantosas con las que nos obsequiaron las nupcias; los muy tocinos, no pararon de comer, de inflarse durante el banquete, y de reír. Laura me decía que en realidad se burlaban de nosotros, que no era sólo que disfrutaran de la celebración y de la fiesta, sino que había en ellos un deje de guasa por habernos endilgado aquellas antiguallas inservibles.
El día que las recibimos pensamos que se trataba de una broma, que hallaríamos en el interior de la caja el verdadero regalo; al fin y al cabo, Jacinto y Erika eran, o habían sido, amigos nuestros. Nos habíamos ido de vacaciones juntos, compartido buenos ratos y él me debía, en cierto modo, el puesto en el banco, ¿a qué venía aquello? Junto a las lámparas, una tarjeta: “Que seáis muy felices”, rezaba en ella; ni siquiera se habían molestado en escribir algo original; en fin, un desdén sobre otro, una ofensa sin más. Pero ni Laura ni yo nos atrevimos a decirles nada, así que las guardamos en un armario del garaje mientras deseábamos que no aparecieran por la boda, que una indigestión de lagarto se los llevara por delante, pues eran propensos a los excesos y las excentricidades gastronómicas: se jactaban de haber comido rata en Perú, cucarachas en México o exquisito perro en Corea — tuvimos que pedirles que se ahorraran los detalles, pues habían presenciado la tortura a la que habían sometido al animal previamente, para reblandecer sus carnes—; lo dicho, unos cafres estos Martínez-Weber, más ella que él, supongo, por ese aire chauvinista y soberbio tan propio de los alemanes nostálgicos.
La cámara de video vigilancia me devolvía la imagen inconfundible de los Martínez-Weber frente al interfono, a la espera de una respuesta. Podría haberles dicho con voz gangosa e impostada que los señores no estaban en casa, pero a la vista habían quedado el Audi de Laura y mi recién estrenado Jaguar. ¿Quién es?, me preguntó mi mujer. Los Martínez-Weber, le dije con espanto.
Más nos pudo la curiosidad que el rencor y los hicimos pasar. ¿A qué se debía aquella inesperada visita? Durante el café y las pastas, charlamos animadamente. Jacinto había ascendido y cambiado de empresa —director de zona para la competencia, dijo—, y ella había decidido abrir un local en el centro para vender muebles antiguos y de diseño escandinavo. No nos perdonarían que no asistiéramos a la inauguración, a un momento tan ilusionante, dijeron al unísono. Laura y yo nos miramos con cierta complicidad y desasosiego: una nueva afrenta y en nuestra propia casa.
¡Cómo no, Erika! Será un placer —le dije sin demora—; además, estoy seguro de que podremos hacernos con un par de lámparas para las mesitas de noche. Sonreí. ¿Un par de lámparas? Sí, necesitamos remplazar las que nos regalasteis para la boda. Su cara fue un poema, sufrió una transformación que no pudo contener. ¿Ya no tenéis las que os regalamos? Pues no, Erika, ya no las tenemos, una lástima, porque estábamos en-can-ta-dos con ellas, eran unas lámparas magníficas, ¿verdad, cielo? Laura se limitaba a asentir. Desde luego, no encontraremos otras así, lo sabemos, pero qué mejor que poder adquirir unas nuevas en tu nueva tienda. Si es que no podríais haber llegado en mejor momento. ¿Y qué pasó con las otras? ¿Os habéis deshecho de ellas? Claro que no, Erika, cómo nos íbamos a deshacer de algo así, ¡por favor! Creo que nunca os lo agradeceremos lo suficiente. He de reconocer que, al principio, nos chocó un poco el regalo, imagínate, un par de lámparas viejas, y tampoco es que fueran muy bonitas, la verdad, pero bueno, con las antigüedades, ya se sabe. En la habitación no quedaban mal, un poco raras, eso sí, porque ya ves que aquí toda la decoración es moderna, pero, oye, un toque retro siempre es rompedor. Fue mi suegra la que nos alertó, no sabíamos que pudieran tener tanto valor. ¿Cómo tenéis esto a la vista?, nos dijo. En fin, que me puse a investigar y ¡Dios Santo!, ¡cómo se pagan esas lámparas de Tiffany! Total, que les hemos sacado un buen pico, de otra manera no nos habríamos permitido el Jaguar, ¿verdad, cariño? Los Martínez-Weber pusieron cara de fingida alegría, primero, y me pareció que ella le dirigía una mueca agria a Jacinto, después. Ah, por cierto, ¿queréis venir al fútbol esta tarde?, por supuesto, estáis invitados.
Los Martínez-Weber se marcharon al rato, con una sonrisa forzada y no recuerdo qué excusa. Por suerte, aquella tarde, recuperamos el liderato.

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