Hacía meses que Ray no pasaba por el taller, dejó de ayudarme en la carpintería cuando lo ingresaron en Deptford; hasta entonces me había echado una mano: limpiaba las herramientas, barría, recogía las virutas, era todo lo más que hacía. No hablábamos mucho y tampoco lo hicimos esa última mañana, en la que se suicidó, mientras yo acababa de repasar los tapajuntas para el marco de la puerta, ni tampoco hablamos luego, mientras fumamos un cigarrillo en el porche. No contaba con su inesperada visita y me alegró volver a tenerlo por allí. Hasta la tarde, le dije cuando se levantó. Se volvió hacia mí, ya estaba a uno o dos metros de distancia, y me contestó: antes quiero ir a ver la campana. No le di importancia al comentario, en ocasiones se sumía en sus pensamientos y se iba sin contestar, en otras me sonreía forzadamente, se acomodaba el sombrero y se marchaba; pese a la desgana vital todavía caminaba con firmeza y convicción, como si un aire de rabia contenida lo espoleara. Semanas atrás me había preguntado si creía que Rachel podía estar viéndose con alguien. Me quedé helado. No sé, Ray, ¿tienes motivos para pensar algo así? Se encogió de hombros y luego se marchó sin más. Había sido un hombre feliz hasta que atropelló al niño de los Campbell —o eso me decía Rachel con una mueca de desidia en el rostro, jodido niño—; si no hubiera muerto, ellos también habrían sido un matrimonio feliz. La primera vez que me acosté con ella, habíamos ido a visitarlo a Deptford y, durante el viaje de vuelta, me pareció que estaba más ofuscada que de costumbre. Al dejarla en casa, me hizo pasar; tengo pollo asado y puré de patata, no quiero cenar sola. Pese a que la calle estaba desierta, hacía frío y era improbable que alguien anduviera despierto tan tarde, me marché temeroso de que me vieran salir a deshoras de su casa. Al entrar en la mía, sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Tomé un buen trago de ginebra, a morro, y luego otro y luego conseguí dormir. Pasaron dos semanas antes de que Rachel me llamara de nuevo. Durante ese tiempo nos vimos tres veces. La primera coincidimos en la pequeña tienda de Joe; ella me dio los buenos días, me sonrió, compró huevos, tomates, salfumán, carne, un rollo de cuerda y unas tenazas. Días más tarde acudió a mi taller, se sentó en el porche, como hacía Ray, y estuvo hablando durante media hora de lo injusta que era la vida, de los sueños que se rompen y de lo mal que le sentaban los fríjoles últimamente; al final no supe muy bien qué quería decirme. La tercera vez, me llamó para que la ayudara con el desagüe de la cocina, lo tenía atascado por completo. Tomamos café y plumcake, y luego lo hicimos en el sofá, mientras en el televisor el Coyote era incapaz de atrapar al Correcaminos. No me sentía bien con lo que habíamos hecho, ni sabía qué significaba todo aquello. ¿Querrás que nos volvamos a ver?, le pregunté. No lo sé, yo te avisaré. ¿Y Ray? Ray sale mañana, me dijo, estará todo el fin de semana en casa. ¿Podrías ir tú a recogerlo? Durante el trayecto, Ray me preguntó cómo estaba Rachel, cómo estaba yo, si había llovido mucho, si habían terminado de colocar la nueva campana en el campanario y si el perro de los Juárez todavía estaba vivo —Manuel le había dicho que el pobre tenía cáncer de hígado—. Al cabo de veinte minutos, en los que guardó silencio mientras contemplaba a izquierda y derecha los campos de cebada, como si los comparase o echara en falta algo en ellos, dijo: No se está del todo mal ahí dentro, aunque la sopa de pescado es pura agua sucia. Al llegar a casa, Ray subió los cinco peldaños del porche, yo cargaba su pequeña bolsa de mano, pasó las yemas de los dedos por el marco de la puerta, como si lo valorara, y luego dijo: Este año habrá que pintar, cuando llegue el buen tiempo. Luego comimos los tres juntos, Rachel había preparado verduras asadas, setas, salchichas y puré de patata. Tomamos vino blanco, no hablamos demasiado y al acabar de comer me marché a casa. Sobre las cinco, vi que Ray salía, como era su costumbre, a dar el habitual paseo hasta el cementerio. Volvió al cabo de dos horas, con la mirada extraviada y el paso acelerado. Así transcurrieron varios meses, en los que los fines de semana, primero alternos y luego consecutivos, yo iba a buscar a Ray a Deptford. Las más de las veces hacíamos el trayecto en silencio; yo le miraba de vez en cuando, le hacía alguna pregunta banal y él se encogía de hombros o me devolvía una mirada hueca. Durante esa temporada, Rachel me llamó en varias ocasiones, con alguna excusa o sin ella; algunos de esos días nos acostamos, otros no. Un martes, Ray apareció de improviso mientras yo pintaba el marco de la puerta de su casa, o, mejor dicho, lo acababa de lijar para darle imprimación. Supongo que llevaría un buen rato mirándome. Rachel salió de la cocina y luego, con el paño aún entre las manos, sin preámbulo ni alegría por la sorpresa, le preguntó: ¿Qué haces aquí? Él guardó unos segundos de silencio, subió los peldaños, se acercó hasta el marco y lo volvió a acariciar con las yemas de los dedos, como lo había hecho meses atrás. Buen trabajo, George, esto te va a quedar muy bien. A la mañana siguiente pasó por el taller, yo acababa de repasar los tapajuntas que había preparado para el marco, fumamos un cigarrillo y se fue. Lo encontraron una hora más tarde a la puerta de la iglesia, junto al perro de los Juárez; se había arrojado al vacío desde la torre, con el perro en brazos, después de hacer sonar la campana tres o cuatro veces. Eso fue lo que dijo la señora Smith, que los vio caer. Rachel no ha vuelto a llamarme desde entonces, ni me ha permitido terminar de pintar la puerta ni las ventanas. ¿Las vas a dejar así? No te preocupes, ya las terminarás cuando llegue el buen tiempo.

Deja una respuesta