Durante un tiempo, fui él.
Fui su piel, su letra menuda, su sonrisa ladeada. Fui el padre de su hijo, el que yo no engendré; fui el cuerpo compartido por una mujer que lo había amado. Gocé de esa vida en los instantes que hubieran debido redimirme: una mano tibia al amanecer, la risa del niño, el orden doméstico restablecido como si la muerte no hubiera rozado nada. Sabía que no era él, aunque mi condición no fuera más que la de un sucedáneo, una reminiscencia voluntariosa de alguien que ya no estaba.
Y ahora que ella ha dejado de quererme —o de quererlo a él, al que ya se fue—, ahora que sus horas y sus anhelos se entregan en otras sábanas, me debato: la venganza es tentadora, como lo es toda verdad cuando puede hacer daño.
¿Acaso no es peor que haber sido otro, seguir siéndolo cuando ya nadie me espera?
Nada inaugura mejor la entrada a un territorio ensayístico que una voz a la deriva. Swan Song (2021), la película de Benjamin Cleary, parte de una situación apenas adornada con recursos del género de la ciencia ficción: un hombre enfermo, a las puertas de la muerte, accede a ser reemplazado por su clon para ahorrarle sufrimiento y el duelo a su familia. Pero lo verdaderamente inquietante no es la tecnología que permite la hazaña, sino lo que acontece en la conciencia del hombre original, Cameron, cuando ya ha sido reemplazado, cuando su muerte ha sido «resuelta» en términos administrativos, afectivos, incluso logísticos: no es el fantasma quien regresa, sino el cuerpo vivo quien debe desaparecer.
Swan Song, en su núcleo más íntimo, es una película sobre un hombre que quiere evitar el dolor a los suyos… y en ese intento, encarna una traición ontológica: renunciar a ser para que otros no sufran por su ausencia. La clonación aquí no es una proeza de laboratorio, sino una trampa moral. ¿Puede haber algo más devastador que saberse irreemplazable y, sin embargo, acceder a ser reemplazado? Quizá ese sea el núcleo moral de Swan Song: no hay clonación que salve la singularidad, ni relato que exima del dolor.
La idea no es nueva —la literatura lleva siglos moldeando dobles, impostores, usurpadores—, pero aquí se condensa en una pregunta brutalmente moderna: ¿es ético borrar nuestra desaparición? ¿A qué precio? Es aquí donde la película activa el reverso tenebroso —o al menos filosófico— de La rosa púrpura del Cairo (1985), aquella joya de Woody Allen en la que un personaje de ficción atraviesa la pantalla para hacerse real. Allí, el artificio invade la vida; aquí, en cambio, es la vida quien amenaza con desmentir al artificio. En Allen, el cine actúa como refugio: la ficción encarna para consolar. Swan Song propone, sin decirlo, su reverso trágico: el ser real, Cameron, amenaza con no desaparecer de su mundo real y desvirtuar el engaño. ¿No es esa la paradoja final del clon? Que solo puede vivir mientras el original no lo contradiga. La verdad, en este esquema, ya no libera: destruye. Y lo real, lejos de redimir, se convierte en amenaza.
Hay una escena menor, casi muda, pero cargada de significación: el perro no reconoce al clon. Lo rechaza. Y esa negativa, ese instinto primario, muestra que los humanos, con nuestra sobreabundancia de «empatía», de protocolos de bienestar emocional, de soluciones correctas, no sabemos ver: hay verdades que no se pueden maquillar sin consecuencias. La mentira más refinada sigue siendo un acto de violencia. Esa escena, aparentemente menor, contiene una de las intuiciones más certeras de la película. Hay saberes que no se codifican en ADN, ni en recuerdos implantados, ni en sonrisas imitadas. El animal, símbolo por excelencia del instinto, del vínculo no verbal, se convierte aquí en árbitro silencioso de la verdad. En un mundo cada vez más mediado por la técnica, en nuestro afán de bienestar, ¿no estamos perdiendo precisamente esos saberes que nos anclan a lo real?
Cameron puede morir, pero lo que no puede —lo que no se le permite— es dejar un vacío. Hay algo profundamente contemporáneo en esta exigencia de continuidad, de que nada duela, de que todo fluya sin fricciones. La sociedad que crea clones para que nadie sufra es la misma que impide llorar, recordar, perder.
Y en esa lógica suavemente monstruosa, la muerte deja de ser una experiencia humana para convertirse en un fallo logístico. Cameron, en su gesto supremo de entrega, se condena a una forma cruel de desaparición: no solo ya no será amado, sino que será sustituido. ¿No hay en este sacrificio una lógica perversa? Al evitar el duelo, también se impide el recuerdo. La viuda no llora. El hijo no pregunta. El clon ocupa el lugar, pero borra la historia. Y con ello, Swan Song nos plantea una pregunta delicadísima: ¿Podemos seguir amando sin saber a quién?
Volvemos así al punto de partida: a esa voz que fue y ya no es. A ese hombre que sabe que su tiempo se ha cumplido, no porque haya muerto, sino porque ya no es esperado.
El doble —gran tema de la literatura romántica y del cine moderno— deja de ser aquí un reflejo para convertirse en una sombra activa, un otro que no refleja, sino que usurpa. Y al hacerlo, condena al original al exilio de ser testigo de su propia obsolescencia. La literatura lleva siglos sospechando de sí misma, y por tanto del ser humano, desde que imaginó por primera vez que uno podría verse duplicado, y no por un espejo ni por la memoria, sino por un ente que lo imitara hasta la confusión, hasta el delirio.
Dostoievski, en El doble, retrató a un funcionario petersburgués invadido por su otro yo, más exitoso, más encantador, más temido, más temible. El desdoblamiento no era allí una cuestión tecnológica, sino patológica: el doble era el síntoma visible de una esquizofrenia profunda, y al mismo tiempo, una metáfora del fracaso social. ¿No es Cameron algo de eso también? Un ser doblegado por su propia inadecuación: frente al deber de desaparecer con dignidad, no puede evitar preguntarse por qué debe ceder incluso su despedida.
Borges, más elusivo, más tentado por lo irreal, imaginó en El otro un encuentro con su versión joven, y escribió —como quien dicta desde una cima— que el otro «es la persona en la que no me reconozco». Ese reconocimiento fallido, ese matiz minúsculo que impide fundirse del todo, es exactamente lo que habita Swan Song.
Porque no basta que el clon sepa, recuerde, incluso ame con la misma textura: basta un mínimo gesto no compartido —como ese perro que lo huele distinto— para que todo el artificio se derrumbe.
Bioy Casares, por su parte, llevó esta idea al delirio especular en La invención de Morel: una isla, una máquina, una serie de proyecciones inmortales que repiten la vida de otros. Allí también el amor es una impostura, y el deseo se proyecta hacia una figura que no puede responder, porque ya no está. ¿Acaso no es eso lo que le ocurre a Poppy en Swan Song, sin saberlo? Se acuesta con un hombre que cree conocer, y al que ya ha empezado a olvidar.
En otro registro, Casa Tomada, de Cortázar, presenta una amenaza impalpable, una entidad que no se ve pero que se intuye y obliga al abandono: un doble sin rostro que desplaza. No hay clon, pero sí una angustia de sustitución, de espacio invadido por lo que era de uno. ¿No siente acaso Cameron que su hogar, su cama, su nombre han sido ocupados por alguien que no los merece, aunque los haya heredado con obediencia?
La figura del doble siempre inquieta porque —a diferencia del antagonista— no permite oponerse. No es alguien que amenaza desde fuera, sino que desarma desde dentro. No puede ser vencido sin perderse. Y esa es quizás la nota más trágica de Swan Song: que lo que se pierde no es solo la vida, sino el derecho a que sea perdida con identidad. La muerte ya no es el fin de uno, sino la continuidad de otro.
La pregunta que deja Swan Song no es científica ni futurista, sino profundamente humana. ¿Vale la pena vivir una vida sin pérdidas si eso implica vivir sin verdad? ¿Estamos dispuestos a renunciar al duelo —ese agujero necesario— a cambio de una felicidad intacta pero falsa? Quizá el duelo, con todo su dolor, sea la única forma de honrar la verdad de una vida. Y quizá, también, el verdadero canto del cisne no es el del cuerpo que muere, sino el del alma que aún late en lo que ya no puede ser dicho.

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